viernes, 25 de noviembre de 2011

Criminalizando a la juventud. (PalabrasMalditas.net, Agosto de 2009)

No es gratuito que la sociedad vea en la juventud muchos de sus males, por eso la persecución y represión hacia ellos suele ser bien vista de vez en cuando. Tampoco son raras las historias que dan fe de los atropellos que la policía comete con los jóvenes bajo pretextos increíbles y que en una sociedad como la nuestra hasta son motivos de escarnio. Sin embargo, en la mayoría de los casos, las acciones ejercidas desde el poder en contra de la juventud se encuentran llenas de impunidad ya que para meterlos en cintura, se busca darles una tunda ejemplar que logre atemorizarlos y bajo el esquema de condicionamiento, alejarlos de aquello que está mal. Pero el efecto que ese tipo de “lecciones” producen en los muchachos es opuesto al esperado, pues ellos afianzan la idea de injusticia que es la que da origen a la polarización y confrontación.

Cero tolerancia.

Existen muchísimas formas de ejercer represión en contra de los jóvenes y aunque hay acciones que son más violentas que otras, por ningún motivo se puede justificar el proceder de las autoridades cuando se utiliza toda la fuerza posible para criminalizarlos por actos en los que comúnmente son victimas.
Uno de los primeros pretextos para la represión de los jóvenes está en su apariencia. Parece increíble que a estas alturas de la historia se siga estigmatizando a una persona por usar cierto tipo de ropa y accesorios. Un paliacate, una gorra, unos pantalones, una playera, unos tenis o una chamarra, no indican más que preferencias hacia ciertas formas de expresión pero nunca, la calidad moral de una persona.
Las reuniones de los jóvenes suelen ser otro pretexto para la represión, sin importar que éstas sean masivas o simples charlas banqueteras. Para ejemplificarlo, muchos pueden dar testimonio de lo que ocurre fuera de los lugares donde se ofrecen conciertos, o simplemente, compartir alguna anécdota con la policía.
A este respecto, otro de los pretextos más comunes para someter a los jóvenes es la ingesta de bebidas alcohólicas. ¿Cuántos no han pasado un trago amargo dentro de una patrulla o en el ministerio público al haber sido sorprendidos bebiendo una cervecita en la banqueta? Reconozco que ingerir bebidas alcohólicas en la calle es una falta administrativa que los policías, bajo su criterio, usan para atemorizar al joven y hacerlo sentir que está cometiendo el más grave de los delitos. En este caso valdría preguntarse si un joven de quince o dieciséis años, que bebe una cerveza en la calle, es más delincuente que alguien que trafica con drogas o que comete asaltos a mano armada. Lo pregunto porque la reacción que ejerce la policía en contra de quien se está bebiendo la cerveza es casi siempre mas violenta que contra quien comete un asalto a mano armada, ¿o no?

La culpa es de todos.

Escribo este texto cuando se vive un momento álgido en la sociedad debido a un operativo fallido en contra de los jóvenes que asistían a un antro (como le llaman los muchachos a sus espacios de diversión) y en el que hubo doce personas muertas, entre ellos tres policías.
Ya no pienso en las consecuencias que trajo como resultado el mencionado suceso, más bien, me preocupa lo que seguirá pasando en el país con todo lo ocurrido. Me preocupa pensar en que la indiferencia de la sociedad hacia sus jóvenes sigue creciendo, así como la incapacidad con que actúan los cuerpos policíacos. Me preocupa pensar en la falta de preparación de la que hacen gala los policías cada vez que se enfrentan a multitudes, sobre todo de adolescentes.
He escuchado versiones a favor y en contra de la policía debido a este suceso. He escuchado a quienes despotrican en contra de los padres que permiten a sus hijos asistir a este tipo de sitios. He escuchado como se politiza el caso y como, desafortunadamente, se promete llegar hasta las últimas consecuencias cuando esa frase sólo denota un profundo vacío, vislumbrando total impunidad.
No podemos ser ciegos, todos tenemos una pizca de responsabilidad tras lo ocurrido al ser incapaces de ofrecer otro tipo de espacios y actividades (no ñoñas) en las que los jóvenes puedan encontrar opciones reales para el esparcimiento.
Desgraciadamente, la música y el baile han tergiversado su fin de esparcimiento y si ambas actividades no están ligadas con el alcohol, parecen carecer de sentido. ¿Qué están ofreciendo las autoridades educativas y culturales del país para que los jóvenes se alejen del alcoholismo? Reconozcamos que los pocos espacios que existen para la juventud son insuficientes para un sector de la población que está cerca de la media nacional. No se pueden hacer campañas verbalistas en las que la información carecerá de sentido si no va acompañada de las opciones que existen para el esparcimiento. ¿Cómo piden que los jóvenes se acerquen a la creación literaria o la lectura, si las pocas bibliotecas que hay en el país están en pésimo estado? ¿Cómo piden que los jóvenes se acerquen al deporte si los campos donde se podía practicar el béisbol, el fútbol, el tochito, el vuelo de papalotes, u otro tipo de actividades al aire libre, se han convertido en unidades habitacionales que fomentan el hacinamiento? ¿Qué se tiene que hacer para que los jóvenes no estén expuestos a este tipo de lugares en los que su dinero es lo único que interesa so pretexto de diversión? El cine es caro, el teatro es caro y los buenos espectáculos no están al alcance de todos. Con este panorama sólo se traban condiciones para los discursos de “ricos y pobres” que polarizan a la sociedad y que hacen parecer que la represión en contra de la juventud está adquiriendo un carácter clasista que no debe darse jamás.
Criminalizar a los jóvenes y hacerlos vìctimas de todos los males sociales, no es la mejor opción. Tampoco es responsabilidad de las autoridades dar todas las opciones. Lo mejor es pensar qué estamos haciendo los demás para evitar que la juventud siga siendo el blanco perfecto para el espectáculo y la nota roja.
Dejo a ustedes las respuestas.

viernes, 18 de noviembre de 2011

Fotografía. (PalabrasMalditas.net, julio de 2010)

Existe un lugar en el que suelo refugiarme cada vez que Marisol se va de casa. Es un sitio pequeño y sucio. Siempre pido la misma mesa, la que está en el rincón muy cerca de la única ventana que puede abrirse. Me gusta sentarme aquí porque no fumo, porque es el lugar más alejado del barullo y porque mi presencia en esta mesa me ha vuelto una especie de sujeto extraño, un imán para las bailarinas ojeadoras de carteras que trabajan como chicas de variedad.

El lugar está casi vacío.
En la pista baila una joven desnuda. Su cara me hace pensar que es menor de edad.
Saco mi libreta.
Un mesero, el mismo mesero de siempre, arriba solícito. A pesar de que le ordeno sólo una cerveza, trata de convencerme para que pida alguna de las bebidas caras de la carta. Le hago saber que bebo poco, que estoy ahí por las chicas y no por los tragos, pero él insiste que el show se disfruta mejor con una buena copa. “Sólo una cerveza”, insisto, y él se retira maldiciéndome. Son las cinco de la tarde y en el lugar apenas hay un par de jóvenes grasientos, dos empleados bancarios y un solitario albañil embobado con las nalgas que raudas se pasean frente a sus ojos. A diferencia de otros viernes El forastero está triste. No hay ambiente, no se siente la camaradería y la música está peor de lo habitual.
Hoy he despertado antes de que salga el sol. Me he parado junto a la ventana y desde ahí he visto dormir a Marisol. Aprovechando su inconsciencia le he tomado un montón de fotos desnuda con las que seguramente podré sobrellevar su ausencia. Antes de dormir discutimos y eso me lleva a calcular su regreso hasta dentro de un mes aunque uno nunca sabe con mujeres como ella. Pero esta vez no la extrañaré como las ocasiones anteriores, su recuerdo proyectado en la pantalla de mi computadora o impreso en papel fotográfico, será suficiente para no sufrir su ausencia como ya lo he hecho otras veces.
Llega mi cerveza y con ella la chica desnuda que acaba de bajar de la pista.
La invito a sentarse.
Da una ojeada a mi cuaderno y me pregunta para qué es todo eso que estoy escribiendo.
No lo contesto.
Disfruto ver a Marisol desnuda bajo la regadera, con el cuerpo enjabonado y el agua escurriendo por su espalda, formándole una cascada entre las nalgas. Siempre me han dado ganas de ducharme con ella pero no lo acepta. En todos los casos antepone un estúpido discurso sobre la intimidad que he aprendido de memoria y que suelo repasar en silencio mientras la escucho. Ni siquiera me permite enjabonarle la espalda, para eso trae un cepillo que sustituye las maravillas que pueden hacer mis manos.
La chica desnuda comienza a colocarse el sostén.
Aprovecho para estudiar su rostro. Sin duda es menor de edad.
Mi indiferencia la exaspera y la aleja.
Mientras Marisol se bañaba pude revisar tranquilamente su celular. Sé que sale con un muchacho menor que ella, un jovencito límpido que estoy seguro ni siquiera sabe besarla, de lo contrario ella no estaría aquí. Ya ha pasado otras veces pero procuro no darle tanta importancia. Encuentro una vieja fotografía de hace tres o cuatro años. No sé cómo ha llegado a su celular. Conozco la foto porque la tomé yo mismo, en mi casa; de eso hace ya unos años. En la imagen puede verse a Marisol mostrando uno de sus senos. Su rostro refleja una extraña melancolía que no es propia de ella. Por más que intento recordar qué le provocó aquello, me resulta imposible. Me doy tiempo para transferir la foto a mi celular y en un mejor momento pensar sobre ella. Una vez que el sonido del agua ha cesado me encamino a la ventana y desde ahí finjo observar la ciudad. Para entonces el sol estaba muy alto.
Marisol es una mujer complicada que sabe mostrar desdén a quien ella cree merecerlo. Hace años que todo ese desprecio me toca a mí. Odio su ritual de vestirse porque una vez puesta la ropa no deja que la toque para no arrugarla. Esta vez no fue la excepción. Le gusta andar siempre impecable.
Cierro la libreta.
La bailarina de siempre, la de los pechos pequeños, sube a la pista.
Tomo mi cerveza. Soy un voyeur sin remedio.
Disfruto ver bailar a esa chica desde hace un par de meses. Algo en ella me recuerda a la Marisol de hace unos años, la misma con la que solía divertirme todo el tiempo; la chica que gustaba de mi compañía a pesar de no tener un peso en la bolsa; la que me prefería por encima de todo sólo porque yo era el único capaz de hacerla reír como una idiota. Ahora todo ha cambiado, se parece más a la de la foto que está en su celular, a la mujer depresiva que no es pero que gusta de encerrarse en el baño a llorar nuestros encuentros como si en ello exorcizara alguna culpa.
La chica de los senos pequeños termina su baile. No dudo en invitarla a sentarse conmigo. El mesero se apresura a poner una toalla en la silla. La chica se acomoda. Del mismo modo que la anterior, me pregunta qué es lo que escribo en mi libreta. Le digo que no tiene importancia que me platiqué cómo va su tarde en ese sucio lugar.
La chica comienza a hablar.
Marisol salió de mi casa a las diez de la mañana. Vestía un traje negro y bolsa del mismo color. Llevaba las pantaletas en la mano, dijo que no tenía tiempo de ponérselas porque alguien la estaba esperando. No dije nada, sólo me quedé observándola como el estúpido de siempre. Pude haberla detenido pero no lo hice. Al escucharla bajar las escaleras sentí ganas de correr tras ella y matarla antes de que pudiera llegar a su cita. Me calcé los zapatos y salí tras ella. Apenas pude ver que se subía a un taxi. Hice lo mismo y le pedí al chofer que siguiera al taxi que iba enfrente. Me sentí ridículo, un personaje de telenovela.
Ella bajó del vehículo unos metros adelante, frente al Vips en el que suelo desayunar cuando me sobra un poco de dinero. Mientras yo bajaba del otro auto intentando evadir la mirada curiosa del taxista, pude observar que saludaba al jovencito de la foto. Es casi un niño. Ella lo abrazó y antes de sentarse le dio un beso largo que a mí me pareció eterno, de esos que nunca me dio. Estuvieron más de cinco horas en el restaurante, charlando y riendo de quién sabe cuántas tonteras. Sentí envidia. Me senté en la banqueta a esperar que salieran para después verlos perderse en las entrañas de un hotel. Hasta entonces decidí regresar a casa y tomar mi libreta. Pensé necesario dirigirme al Forastero, ese sitio pequeño y pestilente en el que suelo refugiarme cada vez que Marisol se va de casa.
La chica de los senos pequeños me observa consternada.
Amenaza con irse si no le pago una fiesta privada. Acepto. La sigo hasta un pequeño privado y deposito los billetes en su mano. Su amor no resulta tan caro, vale la pena pagarlo. Una vez desnudos trato de buscar sus labios pero al igual que Marisol, se niega a besarme en la boca. Todo es tan extraño. La chica se recarga en el sofá y a cambio me ofrece sus nalgas. Mientras la penetro pienso en Marisol, en los días que estuvimos casados, en las horas que gozamos juntos jugando a ser felices para siempre; en el momento en que todo terminó; en la mutua dependencia que nos genera no poder estar juntos; en su fantasma rondando mi memoria cada vez que vengo al Forastero; en la fotografía que está en su celular.
¿Por qué cada que se va de casa me deja algo en qué pensar?

Tengo que sacarla de mi vida.


domingo, 13 de noviembre de 2011

Las vergüenzas de Pacquiao.

Para un boxeador como Manny Pacquiao, cuya ascendente carrera lo ha convertido en una máquina de generar dinero gracias a su poderoso boxeo, los triunfos deben representar eslabones capaces de construir una carrera pulcra en la que no se permitan pensamientos malsanos que pongan en tela de juicio su condición de campeón. Recuerdo, entonces, a tres de los mejores BOXEADORES (así, con letras mayúsculas) que ha dado este país en los últimos tiempos: el gran campeón mexicano Julio César Chávez, que solía finiquitar sus peleas sin polémicas vergonzantes que hicieran dudar a la gente sobre su grandeza como pugilista; Humberto “La Chiquita” González y Daniel Zaragoza, a quienes afortunadamente me tocó ver en plenitud y por qué no decirlo, también en decadencia.

Para ser el mejor, hay que demostrarlo”, reza la filosofía popular y en la actualidad ese dicho viene como anillo. El reloj marca la agonía del 12 de noviembre de 2011, fecha que ha quedado grabada en la historia del box al haberse registrado uno de los robos más grandes en la historia. Tras doce asaltos que resultaron un verdadero trabuco para Manny Pacquiao, quien fue incapaz de descifrar el boxeo de un sorprendente Juan Manuel Márquez, los jueces decidieron despojar al mexicano de la gloria al regalarle el triunfo al filipino, en una decisión que el mundo ha cuestionado con todo tipo de suspicacias que vienen al caso en estos tiempos. El público no es tonto y la rapidez con que se riega la opinión popular, gracias a la intenet, lo deja de manifiesto.

Desafortunadamente, lo visito hace unos minutos en Las Vegas, pone a discusión las formas con que se califica el boxeo en estos tiempos y cuyas apreciaciones ensucian el brillo de quien no necesita de dádivas para convertirse en el más grande (así, con letras minúsculas).

Pero vale recordar que la carrera de Manny Pacquiao, así como la de otros tantos boxeadores actuales a quienes se está forzando a ser campeones a golpe de intereses (económicos, por supuesto), ya tiene cuenta con varias vergüenzas que vale la pena recordar:

1)      Manny Pacquiao vs. Rikky Hatton. Luego de que los equipos de ambos boxeadores no lograban ponerse de acuerdo en las sumas de dinero que se repartirían, se concretó una pelea donde el primero llegaba con la gloria en las manos al haber derrotado a Óscar de la Hoya (que pagó el karma de haber acabado con un Julio César Chávez veterano y alejado de sus mejores días); y el segundo, apenas venía levantándose del knock-out propinado por el escurridizo Floyd Mayweather Jr. Al final, fueron más palabras que golpes: Hatton resultó ser un bulto que visitó la lona en dos ocasiones en el primer asalto y para el segundo, tras un gancho a la mandíbula, quedó inconsciente. “A Pacquiao le están poniendo bultos para hacerlo grande”, opinaba el público luego de la caricatura que había resultado el combate.
2)      Manny Pacquiao vs Antonio Margarito. Bajo el mismo tenor de enfrentar a boxeadores que sólo podían ofrecerle comodidad, Pacquiao se midió con el mexicano Antonio Margarito, que venía cargando el el sopor de haber sido literalmente ridiculizado por Shane Mosley, no sólo encima del cuadrilátero sino también fuera de este, al descubrirse que Margarito pretendió utilizar un vendaje con yeso, lo cual le costó una suspensión al púgil mexicano. Luego de este suceso, se pacta la pelea entre “Pacman” y Margarito que termina en una masacre donde el mexicano resultó fracturado del rostro. Otro bulto más al récord de Pacquiao.
3)      Manny Pacquiao vs. Shane Mosley. Todo parecía indicar que esta pelea sería un dolor de cabeza para el filipino y la expectación fue grande. Al final, como si se tratara de una parodia a un capítulo de Los Simpsons, Mosley sólo procuró no terminar en la lona, situación que fue calificada por José Sulaimán, presidente del Consejo Mundial de Boxeo, como "una vergüenza".
4)      Juan Manual Márquez vs Manny Pacquiao. Tras dos combates anteriores en los que reinó la polémica (un empate y un cuestionado triunfo de Manny), se pactó el tercer capítulo de esta batalla. Pero Pacquiao no fue capaz de descifrar el boxeo inteligente de “Dinamita” Márquez y se vio como pocas veces: preocupado, poco contundente e inflamado del rostro. Lo que parecía indicar, sería una victoria para el mexicano, terminó con un cínico robo que fue abucheado por el público y que termina manchando definitivamente la grandeza como campeón de un boxeador que no necesita de dádivas para ser el mejor.

El box está plagado de vergüenzas que han quedado registradas en periódicos, novelas y películas, pero también en la memoria colectiva de quienes saben apreciar este deporte. Desafortunadamente, la noche del 12 de noviembre de 2011, Manny “Pacman” Pacquiao no demostró ser el mejor; fue evidenciado ante el mundo por un mexicano que lo estudió a la perfeccón y se encargó de descubrirlo ante el mundo, por lo que tuvo que entrar al rescate la mano misteriosa para que el filipino no perdiera el título que, evidentemente, ya estaba en la cintura del mexicano. No importa, la historia no podrá borrarse y Pacquiao no podrá ostentar ese cinturón con la frente en alto y para JUAN MANUEL MÁRQUEZ (así, con letras mayúsculas), queda el reconocimiento como el boxeador que le ganó dos veces a Manny Pacquiao.