Cuenta la leyenda que en la década de los ochenta existió un famoso meteorólogo llamado Juan Carlos Iracheta que se caracterizó por nunca atinar a alguno de sus pronósticos. Desde entonces, la mayoría de los que ahora son viejitos, tienen la costumbre de pasar por alto toda recomendación hecha, o bien, hacer exactamente lo contrario a lo indicado por los meteorólogos. Lo anterior lo recordé cuando en todos los noticieros mencionaron que el Valle de México estaría soleado por la mañana y al atardecer habría algunas lluvias dispersas.
Por este motivo el viernes que precedió al día de muertos salí de casa para dirigirme al trabajo, eran las dos de la tarde. Un ligero viento me hizo pensar en la posibilidad de regresarme para hurgar en el clóset y descolgar una chamarra o una camisita de franela tipo grunge, con la cual abrigarme. Sin embargo, el sólo pensar en regresar un par de calles me generó algo que los mexicanos definimos perfectamente con la palabra huevonada y preferí seguir mi camino especulando que dicho soplo sólo era un remanente de los vientos del norte extraviados en nuestra conflictiva ciudad. Además, a lo lejos, en las montañas, se podía ver que el sol ganaba una batalla contra las nubes y poco a poco su resplandor se abría paso entre ellas.
Diez minutos después, abordé un camión con dirección al metro Cuatro Caminos, mismo que circula por el último tramo de la autopista México-Querétaro y posteriormente, enfila por el periférico hasta su destino. Y fue precisamente en este último tramo, es decir, donde las montañas se transforman en un montón de casas encimadas, donde horrorizado me percaté que una nube negra –lo que se dice, negra– avanzaba decidida hacia nosotros. Al presenciar semejante cuadro, en lo único que pude pensar fue: a) no traigo paraguas, b) el Apocalipsis viene por Ciudad Satélite, y c) la película El día después de mañana.
Justo en ese instante sonó mi teléfono. Al responder me alegré de escuchar a una vieja amiga de la universidad que me llamaba para invitarme a una fiesta de halloween pero de inmediato rechacé el convite por no cargar en el portafolio mi disfraz de maguito Rodi –chim-pum-pam tortillas papas–. En seguida recibí la llamada de Isabel, que desde hace seis meses me tiene mareado con su promesa de pasar a visitarme para pagarme el dinero que me debe desde hace un año; luego vino la llamada de una señorita con la intento trabar algunas relaciones de índole sexual; y así, hasta completar siete llamadas, un récord para mi teléfono celular.
El caso es que al terminar la última llamada se me ocurrió asomar la carota por la ventana sólo para llevarme el susto de mi vida pues a la altura de Mundo E, la ciudad se encontraba oscurecida como si fueran las siete de la noche. En la madre –pensé–, ¿a qué hora me subí a la máquina del tiempo? Sólo para no dejar lugar a dudas de semejante misterio corroboré la hora en mi reloj, en mi teléfono y en el primer noticiero que pude sintonizar. Un relámpago seguido de unas gotas gordas de agua se dejaron sentir con fuerza y el pensamiento sobre la película El día después de mañana se transformó en el de la película La guerra de los mundos, con Tom Cruise, en la que unas maquinotas enterradas en el precámbrico salen del suelo a la orden de una nubezota similar a la que estaba sobre nuestras cabezas.
Cuando los relámpagos se hicieron presentes y los truenos retumbaron cual tambora sinaloense, sólo pude remitirme a bajar a todos los santos del cielo, incluyendo a San Will Smith y San Bruce Willis (Liv Tyler, incluida) para que vinieran a salvarnos de los extraterrestres. “Los marcianos llegaron ya y no llegaron bailando ricachá”. El chofer detuvo la marcha del camión y con una voz que únicamente infundó pavor mencionó que lo mejor era esperar a que el agua aminorara para evitar un accidente.
- ¿Y si nos llega un trailer por atrás? –preguntó una viejita que venía sentada hasta adelante.
Contagiado de semejante optimismo me brinqué siete asientos al frente y aceleré mis plegarias esperando que el extraterrestre con el que me tocara luchar estuviera mal programado o fuera de plano un pendejo en el pugilismo. La lluvia arreció y durante setenta y dos minutos, quienes estuvimos estacionados en el periférico norte, por fin logramos entender esa frase que dice “la virgen lava pañales” de un conocido villancico.
Cuando el temporal amainó recibí una serie de llamadas que me avisaban la postergación o suspensión de las citas que tenía programadas para esa tarde. Maldije mi suerte y pensé que lo mejor hubiera sido quedarme en casa. Para rematar, Lorena, una musa de la cual les hablare en una mejor ocasión, me presionaba para llegar a la cita pactada considerando que ella ya se encontraba en el lugar acordado, mojada hasta las nalgas. Maldita sea. Tomé la decisión de bajarme del camión y correr como en su momento lo hiciera el indio Juan Diego pero apenas pude avanzar unos metros cuando me topé con un montón de gente que al verme llegar me miraron como se ve a un pobre pendejo: el periférico a la altura de Lomas Verdes, a un costado del hospital de traumatología, estaba convertido en una laguna que sólo podía atravesarse si uno llevaba en su portafolios una lancha inflable. Me resigné.
Decidido a mandar todo al carajo, tomé la sabia providencia de regresar a mi casita decidido a no volver a ver noticieros e inventar un buen pretexto para justificar mi no llegada al trabajo y planear una estrategia de convencimiento que deje satisfecha a Lorena luego de que la dejé tomando café en un Vips hasta las ocho de la noche.
Espero que este texto no sea leído por ella. Tantán.
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