Una de las cosas más aberrantes de las que he sido partícipe en este mundo consiste en conocer el repertorio de calzones de Carlos, mi mejor amigo de la universidad. Esperando que mi introducción no se preste a malas interpretaciones, daré inicio a esta historia.
Carlos era poseedor de ocho calzones, todos invariablemente del mismo color. Tenía uno para cada día de la semana y otro que servía como reserva. Antes de conocerlo jamás había sabido de una persona que limitara su guardarropa de esa forma por lo que la mañana que irrumpí en su cuarto en la calle El Carmen, en el centro histórico, y lo descubrí frente a su cama con los siete calzones extendidos en el colchón casi me viene un shock fulminante cuyo trauma hubiera sido casi imposible superar de no ser porque el tipo me tomó por el hombro y serenamente preguntó:
- ¿Cuál de éstos crees que debo ponerme?
Mareado por la bochornosa situación, recuerdo que señalé uno e intenté emprender la retirada temiendo que las consecuencias de aquello fueran irreparables para nuestra amistad. Sin embargo, Carlos, se mantuvo contemplando su exhibición como si estuviera vislumbrando una obra de arte y de inmediato dijo algo parecido a esto:
- Ese ya lo había reservado para el noche. Es que no te he dicho pero vamos a ir a una fiesta a la casa de Mariana.
Antes de que me viniera el shock postergado segundos atrás, tomé la decisión de emprender la retirada así como la sabia providencia de esperarlo en las escaleras. Una vez acodado en el barandal, me asaltaron una serie de pensamientos malsanos que por pudor me abstendré de reproducir en este espacio. El hecho es que después de una larga espera, mi aun amigo reapareció debidamente vestido y cargando un morral en el que seguro escondía una maltrecha libreta y un lápiz para tomar los apuntes. El trayecto a la universidad no fue fácil pues constantemente era embestido por la visión de esos calzones ajenos que nunca hubiera imaginado conocer.
No hay duda que existen días en que uno no debió salir de casa.
Fiel a nuestra costumbre, Carlos y yo transcurrimos la mañana cometiendo las mismas idioteces de todos los días y por ello aproveché la ocasión para tirar un bromista comentario con respecto a lo que había presenciado esa mañana. La idea era liberarme de aquel fantasma que no me dejaba en paz. Como una respuesta a mi comentario, las miradas de todos se mostraron como un reproche por andar ventilando intimidades de naturaleza non grata en ese círculo de amigos. Además de chismoso, quedé como joto –pensé al sentir la reacción de los compañeros–.
Llegó la tarde y con ella la invitación para asistir a la casa de Mariana, sin embargo, en un repentino cambio de estrategia, Carlos propuso que nos fuéramos a otra fiesta que se celebraba en la casa de una enemiga de su novia a la que mi amigo quería hincarle el diente desde tiempo atrás. Nadie puso objeción. La fiesta estuvo de lujo: mucha comida, mucha bebida, buena música, gente bailando, guapísimas estudiantes de Comunicación extasiadas por el alcohol y drogas varias; besos, caricias, pleitos furtivos, malos entendidos alcohólicos y llanto; finalmente, nuevos abrazos, nuevos besos y nuevas oportunidades para la pasión.
Desperté a las seis de la mañana tirado en una cama que no era la mía. Estaba desnudo y a mi lado, en condición de Eva, una tipa conocida como La Nacha buscaba su brasier. Al cruzarse nuestras miradas, una irrupción de pudor nos movió a resguardar nuestras miserias. Sonreímos. Contemplé a la chica durante el ritual que la cubrió parcialmente de ropa. Luego, en un acto que habló muy bien de ella, se acercó a la cama para despedirse.
- Ya me voy, tengo clase a las ocho. ¡Ah! Si encuentras mi bra, te lo encargo, ¿no? –atinó a decir mientras me regalaba el primer beso de esa mañana.
- No te preocupes, yo lo busco y te lo llevo.
Llegó mi turno de buscar mi ropa. Enredado en una sábana salí de la habitación tratando de encontrar las prendas lo más rápido posible. Maldije mis excesos. Tirados en latitudes contrarias estaban los tenis y las calcetas; en la entrada del baño encontré la playera; al inicio del pasillo, sobre el barandal de la escalera, estaban el cinturón y la camisa, pero lo que no atinaba a encontrar eran mis malditos calzones. En la sala, arropando a un sujeto noqueado por las drogas, estaba mi pantalón sin la billetera pero con el brasier de La Nacha. Regresé a la habitación buscar mis calzones, le dí dos vueltas a las sábanas, una al colchón y otra al clóset pero nada, no encontré mis malditos calzones.
Me vestí con lo que encontré y salí a buscar a Carlos que, justo en ese momento, salía del baño portando los calzones que la mañana anterior yo mismo le había escogido. Su semblante era de lo mejor, sin indicios de cruda y una placidez envidiable.
- ¿Qué, ya nos vamos? –preguntó con esa chispa que lo caracteriza.
- No encuentro mis calzones, cabrón…
- Jajajá… yo por eso siempre traigo dos.
Entonces lo comprendí pero con todo y la explicación considero una notable aberración conocerle los calzones a mi mejor amigo, sin embargo, celebro su enseñanza pues desde entonces, también procuro llevar ocultos en la mochila unos calzones que me liberen de rozaduras como las que tuve que padecer durante tres días a consecuencia de las costuras del pantalón.
Post data: Si alguien conoce a La Nacha, háganle saber que aun tengo su brasier.
15 de noviembre de 2009.©
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