A Diana, Ill Rockgirl.
Para alguien como yo que siempre tiene muchas cosas qué decir, lo difícil es comenzar.
No resulta casual que a uno le surjan ideas de la misma forma que a otros les brotan chancros en la entrepierna como si se tratara de chícharos mágicos. Tampoco es fortuito que quienes escriben, al redactar un texto nuevo, se topen con lagunas mentales dificilísimas de superar y como consecuencia terminen haciendo confesiones autobiográficas con secuelas tan irreversibles como el cambio climático.
El caso es que a finales del mes de mayo, conocí por vía de myspace a una señorita de orondas formas (según mostraba la foto del perfil), con quien pude intercambiar unos cuantos iconitos que dejaron ver la posibilidad de un romance cuyos alcances se perfilaban óptimos para traspasar las barreras de la red. He de reiterar que cuando esto me sucede, el estado de imbecilidad en que me sumerjo se torna altamente notable pues ante la promesa de chicas “dispuestas a todo”, que las más de las ocasiones terminan significando “no te prometí nada”, la situación se torna muy frustrante y suele poner en serios predicamentos al chocorrol.
Diana, como fue bautizada esta chamaca para efectos escolares, se posicionó como una de mis amigas preferidas por tres poderosas razones: ser aficionada al rock duro, a la lucha libre y a los placeres de la carne. Nuestras conversaciones resultaban tan agradables que empleábamos el horario de trabajo para disertar sobre temas tan profundos que, al cabo, resultaron de suma valía para desentrañar los misterios de nuestra personalidad (por lo menos funcionó en su caso).
De este modo, pude enterarme de su oportuna deserción escolar en un momento en que la vida insistía en llevarla irremediablemente detrás de un escritorio, lo que hubiera ocasionado el grosero ensanchamiento de su precioso trasero. Conocí su afición a enamorarse de luchadores extremos con facha de roqueros, aunque también logré desentrañar un extraño karma que la ha llevado a terminar liada sentimentalmente con sujetos de alta peligrosidad y que gracias a sus puntuales descripciones puedo imaginar como miembros de la mara salvatrucha en versión kumbia king. Lo más interesante es que por un descuido, o por una intención deliberada, pude ingresar a su intimidad gracias a unas fotografías en las que se mostraba como una reina topples, situación que aproveché para rogarle me dedicara unas tomas para mis textos en la columna que escribo en Palabras Malditas (santígüense).
El suceso me llevó a reflexionar acerca de los usos y costumbres a los que nos está llevando internet pues esta moda que han arraigado las chicas en la que se fotografían las tetas o las nalgas, previamente signadas con alguna dedicatoria, es algo que ni en mis mejores tiempos de galán de secundaria hubiera podido imaginar. En aquellos días, ya hubiera querido que alguna de mis novias se atreviera a dejarse fotografiar en calzones, lo cual, seguramente hubiera servido para reencausar mi carga libidinalhacia otras latitudes. Sin embargo, semejante propuesta jamás recibió una respuesta lo que me hizo pensar seriamente en las propuestas que suelo hacer a mis amigas virtuales.
Un par de semanas después y con el tema de las fotos en el olvido, descubrí en mi mail las ansiadas instantáneas de Diana con las pechugas al aire. Ese extraño ego que se apodera de uno cuando las cosas deseadas se aparecen de forma inesperada me trajo por las nubes durante dos semanas, tiempo en que no dejé de contemplar las imágenes de la misma forma en que el indio Tizoc observó a la niña María antes de ser aporreado por una turba de imbéciles. La sola idea de que aquella chamaca regiomontana de voluminosas tetas hubiera dedicado unos minutos de su tiempo para cumplirme el caprichito, me pareció el acto sexual más noble del mundo. Pero lo importante de todo este suceso vino dos días después, cuando se me ocurrió la fenomenal idea de proponerle a Diana que se tomara otras fotos un tanto más explícitas, es decir, con la peluchera expuesta y en poses que pudieran calificarse como artísticas.
Diana aceptó.
Estaba a punto de darle las indicaciones precisas para que llevara a buen cauce mi nuevo capricho cuando comenzó a platicarme de su novio-novio, no el free del que me había contado en todas las ocasiones anteriores. Me confesó que el sujeto ya estaba al tanto de las fotos que me había regalado y que esto no lo tenía muy contento. A decir verdad, reconozco que yo tampoco hubiera considerado una genialidad que un remedo de escritor encuerara a mi mujer para exponerla como efigie de sus anodinos textos y con ello lograr que alguien lo leyera, sin embargo, ese no era el caso. Resultó que la chamaca me dijo que el novio estaba muy encabronado y por ese motivo estaba pensando en hacer una visita a la ciudad de México y así arreglar cuentas conmigo.
- Es que mi novio viaja mucho y puede ir a México cuando él quiera –dijo para mi terror.
- Ah si…
- ¡Sí!
- ¿Y a qué se dedica tu novio?
- ¿En realidad quieres saber?
- Si –afirmé por mero compromiso pues la verdad no tenía el menor interés por saberlo.
Por la descripción que comenzó a darme, en algún momento tuve la certeza de que se trataba de algún miembro del Cartel de Santa –que ya es mucho decir– o un fanático desquiciado con tendencias asesinas. Pero pronto salí de la duda sólo para reafirmar el terror que ya se me acumulaba entre las piernas al enterarme que el novio-novio de mi nueva deidad era nada menos que Zombie BLS, un luchador extremo que gusta de aplicar todo tipo de castigos brutales a sus rivales antes de triturarles los huevos a patadas. Eso no es todo, el Zombie BLS acaba de salir de la cárcel por cocer a balazos a un infeliz que le mentó la madre luego de que el muerto viviente se negara a darle un autógrafo. ¡En la madre!
A estas alturas de la vida no es que el pavor me corroa pero, por si acaso, un día alguna de ustedes decide enviarme fotos con las tetas o la peluchera al aire para que yo las publique en alguno de mis textos, sírvanse de menos avisarme quien es su novio-novio. Es un trato.
25 de octubre de 2009.
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