Llegué al billar cuando la luz del sol golpeaba las calles todavía. En la entrada, un grupo de edecanes recibía a los presentes amarrándoles pulseritas en las muñecas, diciéndoles afusivamente "bienvenidos" y burlándose de cada uno de los recién llegados cuando éstos traspasaban el umbral. Por lo anterior, ni dejé que me amarraran la ridícula pulserita en la muñeca, ni atendí a su bienvenida y descaradamente, les miré las nalgas con ese ceño que caracteriza mi apariencia más vulgar. Las dos chicas se quedaron impávidas, y por supuesto, no sonrieron. Enseguida llegó un grupillo de muchachos frescos, aún adolescentes, que solícitos se dejaron seducir ante las bellezas argentinas, porque eran argentinas por si antes no lo escribí, lo cual era delatado por su inconfundible acento.
- ¡Chéee, vos queré que te traiga una cervecita. Mirá que estamo de promoción, eh! -dijo la más guapa, apenas una hora más tarde, mientras volteaba a ver a la mesera que comunmente me atendía en ese lugar.
- No, chica, muchas gracias. Ya bebo.
- ¡Pioooojo! Todos los mexicanos son unos piojooos -farfulló mientras caminaba a la siguiente mesa lista para atacar a sus siguientes presas.
Levanté el brazo y la mesera, mi mesera, acudió de inmediato. Pedí una cubeta de cervezas oscuras y ella, a cambio, me confió que las argentinas estaban resultando un dolor de ovarios.
- Llegaron sintiéndose las dueñas, no trabajan y sólo moviendo el culo logran vender más que cualquiera de nosotras. Lo bueno que sólo vienen por esta noche pero justo hoy quería sacar el resto del dinero que me falta para la colegiratura de la universidad. Maldita sea.
Sonreí y le dije que no se preocupara, que los asiduos al lugar les éramos fieles. Pero mis palabras resultaron una mentira porque para ese momento la mayoría de los clientes conocidos estában embelezados con la legión argentina que, por los interéses del mercado, habían abarrotado el lugar con promociones que siempre habían existido y con juegos idiotas donde los estúpidos que participaban acentúaban su estado de imbécilidad.
A las dos de la mañana, las argentinas se fueron, y con ellas, la mayorìa de las propinas de las meseras de la casa y la dignidad de una turba de imbéciles que se jamás se dieron cuenta que fueron usados para fines comerciales. Dos de ellas, incluso, cobraban por dejarse fotografíar. Mi fidelidad me hizo ganarme una cerveza cortesía de la mesera que esa madrugada supe, se llama Rita. Nunca había visto sus ojos por culpa de su escote, jamás había puesto atención en su voz y menos había reparado en que no soy sólo un cliente para ella.
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