lunes, 12 de julio de 2010

Sólo soy el otro. (Palabras Malditas, 2006)

¿Cómo decirlo?

     Mi mejor experiencia sexual se vino abajo el día que Ella dijo que me amaba. Tal vez parezca egoísta pero a partir de ese instante todo fue tan diferente: sus besos alcanzaron un sabor tan dulce que lograron empalagarme en diez segundos y las caricias mutaron en algo tan sutil que llegué a pensar que me encontraba con una torpe colegiala de 15 años en busca de su primera experiencia sexual.
     Extrañamente, dos simples palabras, habían echado a perder meses enteros de deseos, primero contenidos, después, paulatinamente redimidos en los lugares menos imaginables pero comunes en quienes buscan dar rienda suelta al placer; de impulsos que inicialmente nos hicimos creer tenían una tonalidad casual pero que al cabo del tiempo, representaban todo el cinismo con el que éramos capaces de rozarnos, de tocarnos, de besarnos ante los ojos de los demás; con una simple declaración de dos palabras se vinieron abajo meses de afrentas a lo que Ella consideraba su buena educación y que la hicieron desconocerse a un grado de locura; de escenas en las que jugamos a ser sólo buenos amigos; de compartir momentos en que el trato profesional era una forma de representar el papel que nos gustaba adoptar en la intimidad.
     ¿Por qué no decirlo? Sus nuevos sentimientos redujeron repentinamente toda euforia por esos juegos que germinaban sumisamente, ya fuera, en la oscuridad de un estacionamiento, en la soledad de una oficina o en cualquier otro lugar donde encontráramos la seguridad de no ser descubiertos por quien nos conociera.
     Cierto, pude haber intuido que esto iba a suceder, pero ¿cómo desconfiar de las palabras de una mujer que asegura vivir en la miel de un matrimonio recientemente inaugurado y del que se jura la perfección?
     Los amantes compartimos, eso induce a la complicidad. Nos volvemos confidentes y en ese terreno se facilitan todos los pretextos para que florezca esa condición a la que nombran amor, por esta razón hay que encontrarse preparados, recordar los mandamientos para establecer un amasiato: “te negarás a hablar de lo que haces los fines de semana con tu pareja; no hablarás, ni por equívoco, de los rituales que cimientan tu relación; no te quejarás; no compararás, sólo gozarás…”
     Personalmente traté de seguir dichos mandamientos al pie de la letra pero Ella comenzó a romper con toda regla apenas sugerida. Sanó con mis acciones todas las heridas provocadas por la soledad e indiferencia a la que su esposo la sometía; comenzó a establecer odiosas comparaciones en las que me fui elevando a una condición apenas por debajo a la de un dios; compartió situaciones que yo no tenía por qué saber y ante mi silencio (que era una forma no grosera de mantenerme al margen de todo lo que tuviera que ver con su matrimonio), leyó un interés brutal, que casi me arrastra a la perfección.
     ¿Cómo se puede ser confidente de alguien sin llegar a conocer sus intimidades? Para los amantes, la confidencia no debe ser del tipo en la que se deposita toda la basura de la relación formal con el fin de encontrar desahogo. La confidencia debe ser la posibilidad de rastrear los territorios que a veces el matrimonio no da la posibilidad de explotar por vergüenza o falsa moral.
     Así, pude volverme su confidente cuando por fin, una tarde, fue ella quien se atrevió a arrancarme la ropa y recorrerme todo el cuerpo con la lengua; me volví su confidente cuando, sin ridiculizar su desnudez, logré que disfrutara exhibirse para mí en todos esos ángulos que la hacían sentirse deseada; me volví su confidente cuando declaró en un susurro que en ocasiones, cuando me acercaba repentinamente, le nacía algo delicioso en las nalgas… algo que su marido le había pedido con insistencia pero que el pudor no le permitía consentir.
      Traté de frenarlo, de detener por completo aquella situación que había comenzado a incomodarme. Lo había escuchado anteriormente de una mujer: “regla de oro para poder acceder a un amante… entrega tu cuerpo pero no cedas el paso a ningún sentimiento; no te entregues por completo, jamás”.
     Se dice que somos los hombres lo que estamos más propensos a enamorarse en una relación de este tipo, los que estamos más cerca de echarlo todo a perder. Pero en este caso, comencé a darme cuenta que Ella había comenzado a fallar cuando llegaron los primeros detalles: chocolates con los buenos días y caramelos con un anhelado hasta mañana; invitaciones a comer, además de cualquier pretexto para exhibirme con sus amigas en reuniones en la que me sabía evaluado. Cuando encontré sobre la cama un juego de ropa que yo no acostumbraba a usar, quise salir de inmediato. Y al descubrir la loción con la que festejaba cinco meses de nuestra clandestinidad, sentí como si quisiera rescatar (cuando menos con el aroma), algún vestigio o recuerdo perdido, de la relación con su marido.
     Dejamos de escaparnos a los hoteles de paso y de planear estratégicamente esos encuentros espectaculares, poniendo los pretextos más ingenuos pero igualmente, efectivos. De pronto, fue ella quien se especializó en reservar habitaciones en hoteles donde comenzamos a volvernos conocidos y donde, por protocolo, fuimos conocidos como La señora y El señor. Se olvidó del estacionamiento del trabajo, ese mismo que a las seis de la mañana podíamos encontrar desierto y que resultaba atractivo para un encuentro fugaz; el parque le comenzó a parecer menos atractivo y los solares baldíos le parecieron lugares sucios y peligrosos. Súbitamente se fue desvaneciendo el peligro que inicialmente sazonaba la relación. Dejaron de importarle el qué dirán y ya no se cuidaba de los dedos inquisidores que la señalaban como la puta más cabrona del mundo, por traicionar al esposo más admirable de la historia (señalamientos que se encargaban de hacer quienes dos días atrás, habían exigido conocer –en nombre de la amistad- a ese otro, que había llegado a rescatar a la amiga en desgracia).
     Hace una semana dejamos de coger. Ella prefiere hacer el amor, situación que se ha vuelto algo más que una exigencia. Han comenzado los berrinches, las discusiones estúpidas y una que otra escena de celos con llanto integrado. Ahora le desagradan las palabras soeces al oído, esas que meses atrás me exigía decir a cambio de dejarse hacer cualquier marranada. Hoy prefiere las frases dulces, tiernas, que la hagan sentirse amada. Sus besos han perdido la fuerza que mostraban hasta hace dos semanas y la sutileza en el pedir y el hacer, ha venido a acentuar que se trata de una reinvención de nuestra relación.
     El efecto post-coitum de los matrimonios, ya hizo su terrible aparición. Pendiente a mi eyaculación, inmediatamente después me pide hablar; coge un Kleenex y mientras se limpia, me hace saber lo que siente, lo que quiere y sobre todo, ¡lo que espera de mí! Después exige la réplica. El futuro no estaba contemplado en esta relación. Sólo esperaba que las cosas se tornaran de manera natural, sincera, donde la expresión de los deseos y sensaciones, se diera únicamente a partir del sexo. Algo se salió de control.
     No llegué a salvar su matrimonio. Ni siquiera intuía que con dos años de casada su relación pudiera estar tan mal pero, por mi aparición, no exigí nada a cambio. Sé que muchas mujeres me tacharán de insensible por no entender que ella se ha enamorado, pero ¿quién entenderá que entre los amantes no puede haber amor; que ese tipo de relaciones son simplemente sexuales y que su correspondencia no condiciona los sentimientos?

     Hace tres días que no la veo. La última vez se portó como una colegiala. Exigió salir a caminar tomados de la mano, pidió le comprara un ramo de flores, quiso que fuéramos a comer y terminamos besándonos en una sala de cine para luego, salir a comer las palomitas restantes a la banca de un parque…
     Es domingo y los teléfonos no han dejado de sonar.
     He tomado la firme decisión de no responder sus llamadas. Ha comenzado a insultarme con mensajes de texto, a chantajearme con eso que ella llama amor. Luego, se le baja el coraje y me escribe cosas lindas, a veces hasta desesperadas. ¿Me pregunto si el esposo estará cerca de ella? Tal vez, mañana le escriba un mail y le explique que no la amo, que la deseo hasta la locura; que me encanta, que su desnudez me enloquece, que muero por sus labios, que quiero estar dentro de ella pero, que no la amo. Que me coja todo lo que quiera. “Cógeme pero no me dejes”.
     Ahora entiendo por qué las mujeres acaban odiando a los hombres después de una relación así. ¿Será que seguimos creyendo que para alcanzar el máximo placer sexual es forzoso poner los sentimientos de por medio, tal vez insertarlo en los condones?
      No tengo la respuesta.
     Si tan sólo pudiera dejar atrás ese deseo de venganza y darme nuevamente la oportunidad de amar… pero no puedo.
     No estoy dispuesto a que vuelvan a dañarme.

1 comentario:

  1. por eso ya no amo...

    diría mi prima,prefiero amantes chingones que amores pendejos...y creo que tiene tooodaaa la razón...
    =D

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