sábado, 23 de julio de 2011

Sexo, drogas y norteños wannabe.

Comienzo a escribir este texto con una jaqueca que mata. Mi vecino, urdido en la ebriedad más desquiciante, organizó una fiesta capaz de arruinarnos el sueño a quienes pretendíamos dormir tranquilamente. Tal vez mis palabras parezcan las de un viejo amargado; probablemente crean que no tuve juventud y es seguro que muchos de ustedes imaginen que soy una especie de ermitaño que nunca sale de su cueva. Tal vez lo último resulte poco más que cierto pero mi juventud fue tan arrebatada como aventurera, sobre todo en lo que se refiere a las fiestas. Sin embargo entre los convivios de los muchachos norteños-wannabe (soy chilango pero me siento de Monterrey, i’ñor) y las de los gruncheros-metaleros de los noventas, existe una gran diferencia: el grito de guerra.

Por todos es conocido que los metaleros, esos seres emergidos del merol más potente, festejan las canciones con gruñidos que los sitúan en estado de demencia headbanger, o bien, con bufidos guturales que invitan al mosheo en un ritual que se reserva su derecho de admisión. En cambio, situada en una tradición de “allá en el rancho grande, allá donde vivía”, cuando un mexicano promedio escucha los primeros acordes del mariachi, la banda sinaloense o el conjunto norteño, le da por gritar como si se le estuviera escociendo el culo mientras de éste le emergen hordas de hormigas rojas dispuestas a matar.

Es justo aquí dónde comienza el problema con los chamacos borrachos de hoy: ¿por qué demonios tienen que gritar de esa forma dándoles lo mismo que la canción sea una balada norteña, una ranchera tradicional o la clásica “Qué bello” de la Sonora Noséqué? ¿Acaso el “uy uy uy” sirve como liberación de penas y el “ay ay ay” como la reafirmación de éstas? ¿No han caído en la cuenta que se supone que esas canciones son de machos bragados (según la canallesca tradición de Pedrito Infante) y no de viejos llorones?

Bien dicen los nuevos adagios que hasta entre los perros hay clases, y como yo nací chilango, prefiero no andar por las calles de mi contaminada ciudad sintiéndome vaquerito del oeste (otra contradicción geográfica de los chamacos norteños-wannabes, que proyectan su analfabetismo geográfico pero cuyo tema ya abordaré con elocuencia en otra ocasión).

Pensaba, pues, hacer la relatoría de lo ocurrido con estos gatos (literal) durante toda la noche, ya que resulta de valor antropológico estudiar como un ser vivo ungido en los placeres del licor es capaz de reir, llorar, decir “te amo”, “te quiero un shingo” o “eres mi hermano”, y casi en seguida armar tremenda zacapela con botellas y altisonancias varias. Misterios de la humanidad. Sin embargo, mientras pensaba cómo dar curso a este relato escucho por la radio que Amy Winehouse acaba de colgar los tenis a sus 27 añitos de edad, uniéndose así, al club de esos tremendos muchachos que fueron Hendrix, Joplin, Morrison, Jones, Cobain y otros como Valentín Elizalde que también está incluido en la lista (¿?).

Conocí a la Winehouse con el disco Back to black y de ahí comencé a buscar materiales anteriores que me hicieron considerarla una de mis esposas platónicas. Su vida llena de desmadre es un ejemplo claro de que ella no se paraba en puntos medios sino en los límites que bordean a la muerte. Su muerte es pues una crónica (muy) anticipadamente anunciada y como muchos mencionan en las redes sociales “nomás faltaba que llegaría el día”. Y llegó, hoy 23 de julio de 2011. Descanse en paz.

4 comentarios:

  1. Me carga el diablo... se fue una gran voz.

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  2. Muy buena Héctor, te faltó el detalle ese de que a pesar de ser norteños, bigotones, botudos y prohombres (de no se qué chingados) les encanta besuquear y jotear con sus amigos una vez bien pedos todos, al fin, al día siguiente, solo las fotos de fb fueron testigo (y ni las borran).
    Besos, Clau.

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  3. Ultimamente muchas, muchas muertes.

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  4. Valentín Elizalde!!! jajaja eso estuvo buenisimo =D besos... Lulú

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