A los ignorantes que saben encontrar
el valor de la experiencia cotidiana.
A los cultos de medio tiempo.
el valor de la experiencia cotidiana.
A los cultos de medio tiempo.
Encuentro mi reflejo en el espejo de una taquería de la ciudad.
Contemplo la imagen el tiempo suficiente para recordarme que no soy de mi agrado, que no me gusto, que mi propia imagen me deprime porque no queda ningún indicio de lo que era hace diez años.
¿En qué me he convertido?
En un puerco.
Soy el producto de la alimentación que he levado a lo largo de una década; el resultado de haber abusado de la comida chatarra y la mexican fast food que nuestra dinámica de vida obliga a establecer como rigurosa dieta.
Busco escapar de mi reflejo.
Con la mirada en el menú, recuerdo un documental llamado Super size me, en el que se da cuenta de un sujeto que por alguna circunstancia comienza una dieta de 30 días con productos exclusivos de Mc Donals y cuyos resultados derivan en un abrupto aumento de peso que alteran su salud y ponen en riesgo su vida. Con este recuerdo, viene otro que me lleva a calcular que tengo cerca de dos años de no comer en sitios como Mc Donals o Burguer King pero en cambio, sí lo he hecho en las quesadillas de la Güera, en las gorditas de carnitas del Gordo, en la taquería del Pai y en los postres de Goloso.
Juro que nunca he degustado los productos de alto grado en colesterol de Starbucks pero soy capaz de ingerir de cinco a seis frappes en un puestito cercano a la casa, y cuya base para su preparación son la dulce leche condensada y el chocolate líquido.
Una sensación de desasosiego me atribula los pensamientos.
Imagino a Marian, una modelo guapísima que suele aparecer en revistas para adolescentes precoces y que hace años fue mi novia. No es mentira. Todos me envidiaban, era el novio de una chica cuyos atributos ponían a babear a cualquiera. Marian solía refugiarse entre mis brazos y colocar su cabeza sobre mi pecho; cuando se ponía juguetona, le gustaba quitarme la playera para dibujarme figuritas con la lengua, en el pecho y el abdomen. Ella me enseñó a hacer ejercicio, no por estética sino por salud. Pero eso se acabó cuando cambié nuestras rutinas matinales por las bacanales nocturnas organizadas en la preparatoria.
¡Qué tiempos aquellos!
Dejé de tomar agua y comencé a beber cerveza. Con mi incipiente alcoholismo aprendí los trucos para aliviar los efectos de una cruda: comer alimentos con ricos en grasas e irritantes. También aprendí a preparar botanas. Gané muchos amigos pero perdí a la novia más linda que jamás he tenido.
En pocos meses mi abdomen se había abultado y un par de bolsas cargadas bajo mis ojos daban cuenta del que era. Muté en un ser abotagado, incapaz de caminar a buen ritmo sin fatigarme. Sudaba todo el tiempo, incluso, cuando hacía frío. Las mejillas se me hincharon y mi papada me hizo ganar un apodo bien merecido, Jabba the Hutt.
Ese primer mote, fruto de mi gordura, me hizo caer en depresión. Montañas de bolsas de frituras y botellas de refresco se acumulaban en los botes de basura de mi casa. Me volví incapaz de ver televisión sin acercarme una canasta de popcorn y para contrarrestar el sabor salado, acompañaba las palomitas con un par de refrescos de cola. También me volví consumidor compulsivo de dulces y chocolates.
Después de Marian me costó mucho trabajo volver a tener novia. Tuve muchas amigas aunque para ellas únicamente era el gordito, el amigo bonachón, el osito pachoncito con el que se divertían. Afortunadamente llegó Dafne, una chica que se volvió incondicional a mi forma de trabajo en la universidad. Le gustaba estudiar y hacer la tarea conmigo. Todas las tardes comíamos juntos. Pero nuestra amistad se disipó cuando ella se hizo novia de Joel, otro gordito que a diferencia de mí, jugaba fútbol americano. Dafne ya no era la misma. Se había convertido en una chica abotagada, en mi más fiel discípula en el arte de comer marranadas y todos sabían que yo la había convertido en aquello.
Nuevos apodos me fueron impuestos: Hampton, Robopork, Pistachón Zigzag, Barry-Ghon, Gordito Porno, todos de naturaleza obesa.
Hace años que no me gusta verme en los espejos. Para justificarme inventé varias historias, todas increíbles. Tampoco me gusta verme en las fotos. La verdad es que tengo años odiando mi obesidad, me avergüenza ver en el que me he convertido: en el blanco perfecto para las burlas de los ocurrentes con abdomen plano. Odio ser el ejemplo perfecto cuando se habla de la obesidad y los problemas de salud.
En un mundo que actualmente ha confundido las campañas de salud con la tendencia a seguir ciertas modas, donde impera el culto a lo delgado y donde las tallas cada vez son más reducidas, me siento perdido.
Me he maltratado por mucho tiempo y me resulta muy complicado parar.
De un tiempo para acá me como las uñas y los pellejitos que salen en los dedos de las manos. La ansiedad por seguir masticando, me orilla a hacerlo. Por fin he comprendido qué es la gula: la necesidad de comer todo el tiempo sin provocación alguna, sin saborear lo que uno se lleva a la boca; tragar en exceso: La gula es un placer que lleva a la autodestrucción. ¿Qué sigue? ¿Comerme las uñas de los pies, los callos y las cicatrices? ¿Los mocos y la cerilla? ¿Arrancarme los vellos de los brazos y las piernas para degustarlos uno a uno? Suena escatológico pero es una posibilidad. Mi gula dejo de ser pecado para transformarse en un proceso complejo que sólo se puede explicar con la palabra destrucción. Me odio tanto que ya comencé a sustituir por algo que me ofrezca mayor satisfacción. Me odio tanto –sin saber la razón– que no pararé hasta cercenarme y culminar, con asquerosa pulcritud, mi bendita autodestrucción.
Tengo que salir de este lugar.
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