La siguiente historia es verìdica y pueden dar cuenta de ella, ademàs de su servidor, Azu, doña Rondanas y el papà de la viva.
Mi abuelita, que sí sabía de estas cosas, decía que una cosa era festejar a la muerte y otra, pasarse de listos con ella. Por esa razón, siempre me negué a participar en los tradicionales concursos de “calaveritas” que se organizan por estas fechas pues consideraba que semejante acto me hacía candidato directo a un velorio sin mariachis. Tampoco había poder humano que me hiciera acudir a un panteón a departir las viandas con los fantasmas que ahí moran y mucho menos aceptaba la idea de montar altares a la mitad de mi sala con flores de cempasúchil, veladoras e incienso. En pocas palabras, mi abuelita se encargo de lustrar mi lado más europeo y convertirme en un aguafiestas.
Hace unos años, mi amigo Carlos me extendió una invitación para acudir a su departamento de la Narvarte y celebrar su cumpleaños número 25, esto, un día 1 de noviembre. Como aliciente, había prometido sendo stock de bebidas espirituosas que nos alejarían de las presiones que en aquellos años vivíamos en el trabajo –yo era su ayudante en un lucrativo negocio de piratería, allá en la calle El Carmen–. Comprometido con su causa, llegué puntual a la cita donde algunos ex compañeros de la universidad ya se habían adelantado a descorchar las primeras botellas por lo que la fiesta ya se encontraba muy animada.
Cuatro mujeres se encontraban presentes entre todo el avispero de invitados: Las Muñecas, bautizadas sabiamente por alguien a quien no tuve el gusto de conocer pero que seguro estoy, sí sabía poner apodos. El caso es que todas las muñecas daban rienda suelta a sus excesos ingiriendo cubas al parejo que el resto de los borrachos, situación que comenzó a poner las cosas a tono para que se formaran cuatro parejitas. Cuando cada una comenzó a buscar su rinconcito, el resto de los invitados –esos que regularmente somos despreciados hasta por las más feonas– hicimos mutis y nos replegamos a la sala a sanar nuestras heridas con las sabias máximas de la Sonora Santanera. Con las cosas dispuestas en su lugar, el resto de los machos nos dedicamos a especular sobre lo que en nuestro entorno sucedía. En eso estábamos cuando una de las puertas de las habitaciones se azotó y por el pasillo vimos aparecer a una buenona abrochándose la blusa. La aparición caminó hasta nosotros y dirigiéndose a mí, ordenó que le sirviera un trago. Obedecí. El trago fue absorbido cual esponja en tinaja y sin que mediara una nueva orden le extendí la cuba que acaba de servir para mí.
Justicia divina.
Aquella chica, para quien un servidor sólo había sido un compañero de clases durante cinco años ahora se abrigaba bajo mi brazo para romper una barrera que algún significado debía tener: ella y yo, comenzamos a beber del mismo vaso. Al agotarse las últimas reservas alcohólicas y con una embriagues que impide poner fin a la fiesta, salimos todos en bola a buscar a provisiones. Al recorrer los estrechos, oscuros y peligrosos andadores de aquella unidad, Azu –como apodaban a la chicuela– se pegaba a mí buscando una seguridad que en esos momentos ya no podía darle pero que aun podía aparentar. Mientras se realizaba la transacción, sucedió lo inevitable: Azu pegó su pecho junto al mío provocando una erección cuya urgencia le transmití de inmediato. Sorprendida se alejó un poquito para verme directamente a los ojos y sonreír con esa picardía que una mujer proyecta cuando sabe qué es lo que sigue. Todo el trayecto de regreso estuvo llegó de roces y caricias urgentes.
De regreso en el departamento nos encontramos que una de las muñecas había sido sometida a nalgadas por su galán lo cual había escandalizado a los vecinos que amenazaron con llamar a la patrulla si no callábamos a los jariosos. Una vez que las cosas se calmaron, todos regresamos a nuestro lugar. Sin pensarlo dos veces, tomé a Azu de la mano y la conduje al único espacio que quedaba disponible en aquel departamento: la cocina, que se encontraba mágicamente alumbrada por unas cuantas velas que daban al espacio un toque morboso y romántico. Azu traía bajo el brazo una botella que fue descorchada mientras su blusa era lanzada al suelo y los botones de mi pantalón dejaban libre al Chocorrol, que por aquellos días era mejor conocido como Gusiluz. Al ver semejantes tetas expuestas frente a mis ojos, no lo pensé dos veces para hundir la cara en ellas y deleitarme como hacía mucho tiempo no lo hacía. A mi compañera le vino la fabulosa idea de derramar el brandy sobre su pecho mientras yo chupaba, lo que irremediablemente incrementó mi borrachera en un santiamén.
Tocó el turno a Azu. Mientras ella se disponía a darle unos papachos al Gusiluz yo comencé a buscar sobre la mesa algo con qué entretenerme y con ello retardar un poco aquel momento. Cerca de mí había un platito con cacahuates que, supuse, el anfitrión había reservado para los momentos más álgidos de la borrachera. Mientras Azu se desvivía en complacerme fui comiéndome la botana hasta liquidar todo el plato. Busqué algo más y encontré nueces, avellanas, semillas de girasol, e incluso, chocolates los cuales fui ofreciendo a mi compañera para hacer más dulce su trabajo. Ella estaba encantada. Llegó el momento de hacer algo más y le pedí a mi acompañante que se acomodara sobre la mesa. Hicimos todo a un lado para que Azu se recostara. Apenas había acomodado sus piernas sobre mis hombros cuando la luz se encendió intempestivamente, los dos saltamos sorprendidos y mientras yo intentaba acomodarme el pantalón, buscaba con una mirada fulminante al autor de aquella travesura pero la puerta estaba cerrada, con el seguro por dentro. Ambos nos miramos aparentando una calma que no sentíamos y por ello comenzamos a reír. Mi erección, que aun mostraba rigidez, buscó colarse entre las piernas de mi cómplice pero ella se mostraba renuente a continuar.
- ¿Qué onda…? ¿Le seguimos?
- No, ya no –respondió tajante.
- ¿Qué te pasa, te arrepentiste?
- No… es que… mira… - me susurró Azu mientras se despegaba de la espalda una fotografía de un sujeto horrible parecido a Carlos.
Aun no salíamos del azoro cuando la luz se apagó. Gusiluz abortó la misión y Azu, con los calzones y el brasier en la mano salió de la cocina dejándome con los pantalones abajo.
Intentando guardar la compostura, me acomodé la ropa y me comedí a encender la luz. La mesa donde habíamos jugueteado era una ofrenda destrozada con el papel picado roto, los platos vacíos, el agua derramada, la sal vertida sobre una veladora y la foto del muerto arrugada e impregnada con los sudores de mi compañera. Salí corriendo de la cocina.
En la sala, el resto de los camaradas celebraban mi llegada con un “ole matador” mientras Azu, bebía tragotes de brandy mirándome con cara de terror. Traté de consolarla pero apenas salieron sus amigas de sus respectivas habitaciones, ella pidió que se fueran.
- Pinche pervertido, ¿qué le hiciste? –preguntaba el hermano de Carlos.
- Salió con cara de susto, como si hubiera visto un fantasma –dijo Omar, un invitado que nadie espera.
A partir de ese momento la fiesta se tornó en festejos exclusivos para quien esto escribe. Esa noche irremediablemente tuve que ceder a la embriagues toda la calentura dedicada a Azu y sólo así olvidar aquel suceso. Esa noche conocí a Leonard Cohen y con su música y un par de botellas en la mano, acorté la madrugada esperando el momento oportuno para salir de ahí.
Los primeros rayos de sol llegaron con un alarido de la madre de Carlos quien despotricaba contra los borrachos por haber destruido la ofrenda de su padre.
- Qué poca madre tienen. Hasta los cacahuates se comieron.
El reclamo fue un aliciente para mí que busqué ansiosamente la salida. Ni me acordé de despedirme. Una semana después, dejé mi trabajo en la calle El Carmen y con ello cerré aquel capítulo de mi vida, prometiéndome jamás volver a coger sobre una ofrenda de muertos.©
Es excelente, es hasta ahora lo que mas me gusta de Caveman.
ResponderEliminarjajajajajaja...buenísima...juju
ResponderEliminarlo mejor fue Cohen,digo lo mejor despues de ella(supongo)
=D