Por lo menos en mi caso, mi primera vez fue un acontecimiento añorado hasta la inmundicia, tanto, que por mucho tiempo me sentí ridículo conmigo mismo.
Ese lastimoso suceso, sin embargo, lejos de minar mis ansias, lograba el prodigio de moverme a hacer lo impensable con tal de conseguir a una muñeca de carne y hueso dispuesta a contener mis primeras perversiones que, por cierto, no eran muchas. Desafortunadamente, el esperado encuentro se negaba a llegar a pesar de que más de una vez intenté reacomodar los designios de mi carta astral a fuerza de tachones y borronzazos.
Si me paraba frente al espejo para estudiarme con rigurosa crueldad y encontrar en las imperfecciones de mi rostro la respuesta a mi negra suerte, terminaba concluyendo que en el mundo había miles de pelados más feos y apestosos que yo, con la diferencia que ellos, desde hacía mucho, ya se habían estrenado en las artes sexosas dictadas por la naturaleza.
Así, cada vez que los cuates de la escuela organizaban una tertulia para compartir las experiencias propias en el terreno sexual, yo me conformaba con reproducir las que había escuchado de boca de mis primos mayores o las que había escuchado escondido debajo de la mesa mientras mi padre se bebía sus cubitas con sus amigos. El efecto de mis fantasiosos relatos, en los que me instalaba como un cogedor despiadado, provocó que durante buen tiempo pudiera sortear las burlas propias los muchachos de mi edad quienes, por otro lado, me crearon una fama que pronto rindió frutos.
La Cosme (nunca supe su nombre real) era una muchacha cuyo portentoso culo lograba encender los ánimos de todos los albañiles que trabajaban en la construcción de un edificio muy cercano a la escuela. Tenía 19 años y gran parte de su vida transcurría limpiando los salones y baños de mi esuela. Por un extraño efecto karmático, la Cosme –reconocida por sus desenfrenos en cada una de las fiestas en las que se paraba–, se propuso troncharme los huesitos a punta de sentones en una apuesta que se rubricó con la sentencia: “si ese niño realmente es un experto, mañana no me ven en todo el día.”
Así, por efecto de mis ganas y la atracción de mis pensamientos más recurrentes, una tarde me encontré en una casa extraña, con los pantalones enrollados en los tobillos, sin camisa y las glándulas mamarias de Cosme bamboleándome frente a las narices cual globos rellenos con agua. Era mi primera vez y para ser honesto, no esperaba que fuera de esa manera. No con una mujer como ella, cuando menos.
Cuando Cosme me atrajo hasta ella y me ordenó que le pasara la lengua por el voluminoso par, mi verga entró en completo estado militar situación que no pasó desapercibida por ella.
- ¿Me la quieres meter, nenito? –susurró dejándome sentir el penetrante aroma a chicle de fresa-plátano que mascaba en ese momento.
- Ssss…ssí quieres –balbuceé.
- Pues vente…
Y sin que pudiera poner resistencia la Cosme me lanzó a su desvencijada cama la cual rechinó lastimosamente con mi peso. Acto seguido, la muchacha se paró frente a mí y comenzó a quitarse el pantalón dejándome ver unos calzones que hoy sólo puedo clasificar como indignos para una mujer que estaba instalada en la punta del firmamento erótico de los trabajadores de la construcción.
¡Qué horror!
Tras superar el pasmo provocado por esas banderolas enormes, me concentré en el momento: era mi primera vez y como quiera que fuera, tenía que ser memorable. En ese momento Cosme se dejó caer sobre mi cuerpo que, instantáneamente, reaccionó al dolor pero por alguna extraña razón, mi verga se negó a introducirse por aquel boquete chorreante. Ni el agudo sufrimiento, ni el miedo al ridículo me hicieron flaquear y en un segundo intentó me dispuse a clavarme en ella con un solo movimiento que resultó inútil.
- ¿Con que tu pipiolito no quiere, verdad? –susurró la Cosme metiéndome la lengua en la oreja, lugeo se incorporó y se me quedó viendo con el rostro completamente transformado, como si estuviera fuera de sí; enseguida se lamió la mano un par de veces y la llevó hasta mi pajarito y lo lubricó para hacer un tercer intento.
Con la verga un tanto dolorida y una erección que comenzaba a decaer la Cosme abandonó la cama y corrió hacia donde estaban todos sus cosméticos diciéndome que tenía el remedio perfecto para acabar con mi virginidad: “porque a leguas se ve que eres virgencito, ¿verdad?, a mi no me engañas”, recalcó con un tono malicioso que me puso en evidencia. Y sin dejar de verme a la cara con el afán de intimidarme, tomó un el primer frasquito que encontró, lo destapó hábilmente e introdujo tres dedos que llenó con un gel azuloso que me mostró con una sonrisa casi perversa. Con una dedicación imposible de olvidar, Cosme me embadurnó la verga con detenimiento magistral mientras me decía que con “ese aceitito” mi pipiolín resbalaría como cuchillo en mantequilla. Pero apenas se disponía a colocar su tremendo culo sobre mi cuerpo inerte cuando el frío intenso de la sustancia se convirtió en un calor quemante e insoportable. Con una fuerza ajena a mí, empujé a la Cosme, que rodó ridículamente de la cama al suelo y luego por la alfombra (cual osito panda), mientras yo corría al baño a meter la verga bajo el chorro de agua fría. Pero ni el frío del agua ni los hielos que ella me puso minutos después fueron suficientes para calmar la quemazón que consumía irremediablemente las ganas de mi piolín, que en ese momento, se mostraba completamente alicaído e indefenso ante la estúpida mirada de Cosme que no cesaba en sus intentos por reavivar el fuego de la pasión.
Mientras me vestía ella descubrió que lo que me había untado no era gel lubricante sino una pomada para aliviar los dolores musculares.
- ¡Pinche vieja pendeja!
- No te enojes corazón.
Evitando ver su cuerpo desnudo (que sin el efecto de la calentura resultaba realmente grotesco), enfilé indignado hacia la puerta, decidido a marcharme y dejar en el olvido aquel terrible suceso. Mi primera vez había sido una porquería.
Aquella noche mientras intentaba aliviar el ardor con fomentos de agua helada, el dolor moral fue curado con la única fórmula usada por los adolescentes calientes y pendejos, como era mi caso por ese tiempo: pasé largas horas masturbándome contemplando las páginas de una revista Hustler y de vez en cuando, la fotografía de Rosa Lidia, quien meses después, se convertiría fortuitamente en mi verdadera primera vez.
21 de enero de 2009.©
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