sábado, 1 de enero de 2011

Un lugar cerca de la luna. Crónica sateluca. (2007)

Este texto fue escrito hace unos años con la pretención de enviarlo a la revista La mosca en la pared, sin embargo, la revista salió de circulación y el texto quedó en el olvido por eso hoy lo rescato del polvo para compartirlo con ustedes. Espero les agrade.

Héctor Anselmo: casos de la vida real.

MEDIO DÍA.
Cd. Satélite, México. Mi abuela decía que nadie es profeta en su tierra y para comprobarlo, bastaba con hacerse de amigos en todos lados. Pero en muchos años no había tenido la oportunidad de dar crédito a sus palabras sino hasta que me hice de una amiga en Satélite.
  Es un sábado caluroso y el periférico se encuentra atascado. Mónica pilotea el automóvil de su novio frente a Mundo E, imponente monumento al consumismo más estúpido, erigido sobre un terreno que por años sirvió para que los niños volaran papalotes, aunque de eso ya nadie se acuerde. Mónica conduce respetando todas las reglas de transito aunque eso signifique parecer una abuela de ochenta años. Mientras mi amiga decide probar su astucia para escapar a los carriles laterales, me entretengo viendo a una nalguita conocida de la televisión que sale de un restaurante mientras unos hombrecillos vestidos de pingüinos se desviven por llenarla de atenciones. La nalguita sube a su automóvil y sale del estacionamiento sintiéndose la reina del mundo, al tiempo que varios claxonazos le recuerdan que allí, en Satélite, ella es una mortal cualquiera.
  Mónica logra la temeraria maniobra y se coloca entre dos camionetas conducidas por señoras histéricas que intentan ganar el paso a toda costa. “Preferiría estar entre dos camionetas atestadas de narcos, sería menos peligroso”, digo mientras me encomiendo a mi ángel de la guarda. Una de ellas que parece una posesa, grita cosas inaudibles para nosotros y golpea el volante, ante la mirada azorada de sus hijos.
  El estacionamiento del Superama nos recibe con una fila de más de quince autos que tratan de ganar un espacio. Afortunadamente, la linda sonrisa de mi amiga surte efecto en un franelero que la invita a meterse en el lugar para discapacitados. Adentro de la tienda, el ambiente en cien por ciento sateluco: señores mamones que saludan cortésmente a otros señores mamones, señoras fresquis más sabrosas que sus hijas, chicas berrinchudas que caminan por la salchichonería poniendo cara de huelepedos, niños babosos disfrazados de karatekas y abuelitas que detienen el transito de los mini-pasillos.
  Mónica me encomienda la difícil misión de ir al pasaje de vinos y licores, y hacerme de provisiones para la tarde; me recomienda que no escuche a las demostradoras. Su exhorto no incluye la prohibición de verlas, así que me entretengo degustando las formas de una chica que intenta convencer a un par de señores mamones que la cerveza que promociona tiene las propiedades de no abultarles la barriga. En ese momento, un sujeto cuya cara he visto en algún lugar, se para junto a mí. Al encontrarse nuestras miradas, él me sonríe. Mónica aparece y con la naturalidad que la caracteriza, ignora la presencia del sujeto que resulta ser el vocalista de Café Tacvba, que con la misma naturalidad se aleja hasta el pasillo del papel de baño. Entonces, con la abertura que me otorga no ser sateluco, me entretengo observando la forma en que una celebridad hace el súper. Al verlo escoger sus bolsitas de frijoles y arroz, pienso que si este hombrecito anduviera en los pasillos de la conasupo de mi barrio, seguramente una legión de gordas fodongas ya se hubiera acercado a pedirle un autógrafo, o a tomarle una foto con su celular, pero eso no sucede porque estamos en Satélite, el lugar que un día prometió ser una zona de descanso, un suburbio “cerca de la luna”.
  En el estacionamiento otra señora histérica se dispone a aperrarse el lugar para discapacitados. En la salida nos volvemos a encontrar al Sizu (o como se llame ahora), montado en su camioneta deportiva esperando una oportunidad para salir al circuito sepalabolaqué. Aprovecho para platicarle a Mónica que hace años, cuando me trasladaba a la universidad, casi a diario me encontraba al quijadón de los tacvbos en el microbús: “Se subía en Las Torres y se bajaba en el puente de Echegeray”. Ella pasa por alto mi comentario y a cambio, logra lo impensable: salir disparada hasta el retorno, mismo que toma con la precisión de Fitipaldi.

TARDE.
El sábado se ha vuelto frío y las reservas alcohólicas se han agotado debido a mis malos cálculos. Como castigo tengo la difícil tarea de acudir al supercito de veinticuatro horas a comprar otra pomadita.
  Rumbo al supercito paso por una calle donde, recargados en un carro, los dos hermanos tacvbos, platican muy quitados de la pena. Frente a ellos, un grupo de chavas fresquisitas, chelean sin voltear a ver a los entenados que hace años vestían de manta y huaraches. “Pura pose”, pienso mientras me detengo a observar la marca de sus tenis. Sólo entonces, los hermanos y las fresquisitas, voltean a verme. Huyo de inmediato. Estoy en Satélite.

NOCHE.
Esa noche, mientras repaso en voz alta mis encuentros cercanos del día, varios helicópteros sobrevuelan territorio sateluco, en un constante ir y venir. Me entero que un político picudo tiene fiesta en su casa y que uno de los hijos de mi amiga está invitado. Reprimo mis deseos de pedirle que me lleve con él, lo cual es recompensado con una propuesta para asistir a casa de una actriz aficionada a meterse sustancias por la cara.
  En la reunión abundan señoras querendonas. Algunas son conocidas. “Que me dejen a la más fea”, pienso mientras repaso el suculento buffet. Una de ellas, conductora de un programa de chismes se acerca a hacerme compañía. Se ve tranquila y apática a las drogas que circulan en el comedor. Me dice que nunca me ha visto y pregunta dónde vivo. Como respuesta doy la dirección de mi amiga. Gracias a esa referencia paso una noche inolvidable. (Por cierto, la mujer no era ni tranquila, ni mucho menos apática a las drogas. Tampoco vivía en Satélite.)

MAÑANA.
La mañana siguiente el cuerpo no me responde. Antes que me acusen de robo o violación (uno nunca sabe), me pongo la ropa y salgo cautelosamente de la casa.
  Pasan varios días antes de volver a pisar esos rumbos.
  Mi amiga propone como punto de encuentro una pulquería que sólo en Satélite logró el objetivo de afresarse, e incluso, abrir franquicias. La venezolana chichona que ronda a diario por ahí, es el incentivo que me orilla a meterme a semejante lugar.
  Mientras espero a mi convidada, mato el tiempo viendo la tele. La ricura de la otra noche critica los desenfrenos pachecos de la Pau Rubio. Descubro que mi amiga ya está a mi lado. Espero que diga algo referente a la otra noche pero su discreción es inquebrantable.

¿QUÉ HORA ES?
Esa noche exploramos lugares diferentes. El bosque de Tlalpan fue la mejor opción. Cuando Café Tacvba sube al escenario, mi amiga estalla en una euforia pocas veces vista. Se le nota el orgullo al ver a sus vecinos acabarse el escenario. A mi, la verdad, me vale madres, por eso doy la vuelta y espero que a salga La Maldita Vecindad.

3 comentarios:

  1. Caperuza de Feroz1 de enero de 2011, 20:34

    Jajajaja. Que buena historia!!
    Soy tu fanssss... Caperuza

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  2. No mames ogete la escribiste. Ya no recordaba esta pinche patotaaventura. Y que la doñita de satelite te sigue buscando o la cambiaste por la hija que la verdad estaba mas feita pero mas nalgona.
    Gracias por hacerme recordar nene. Espero que las garras satelucas no te alcancen y te madren por esto. Rita Volovan

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  3. Descripción muy acertada de satelite y mas el centro comercial jajaja, me gusto, lastima que No se publico, pero que bueno que ahora lo estoy leyendo.... Un abrazo como siempre.

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