Sembrando concreto
En su obra Fundación e imperio, Isaac Asimov, se muestra contundente al afirmar que con el “paso del tiempo el planeta Tierra se convierte en una masa de cemento y metal donde los habitantes no guardan ningún recuerdo de la naturaleza.” Lo anterior es fácil comprobarlo si nos detenemos a contemplar la magnificencia de nuestra ciudad que, como una vorágine, se expande hasta los rincones más insignificantes para convertirlos en espacios útiles a pesar y en contra de la naturaleza, la cual, ha sido violada flagrantemente en las últimas décadas.
Vivimos en una gran selva de concreto que, bajo la premisa del progreso, se ha encargado de dictar a la humanidad la forma en que debe transformar su entorno natural hasta adaptarlo como un escenario que responda a las necesidades de comodidad y dignidad que exige la vida moderna. Así, en los últimos años, los habitantes de las otrora llamadas (simplemente) ciudades, han visto la consagración de megalópolis cuya expansión es la respuesta contundente a la explotación demográfica. En la construcción de estas megalópolis se arrasa con el entorno en apenas un santiamén y toda área verde es obligada a desaparecer para ceder su lugar al cemento.
En la novela Allá en el río, su autor, Juan Sánchez Andraka, realiza un sencillo planteamiento sobre la irrespetuosa relación en la que el hombre ha puesto al progreso frente a la naturaleza. En dicha novela se retrata el modo en que un pequeño poblado de la provincia mexicana va saliendo del rezago social gracias a la siembra de concreto en sus diversas manifestaciones y que van desde la colocación de simples postes de luz o la pavimentación de calles, hasta la construcción un canal que desviará un río hacía una enorme presa cimentada para satisfacer las crecientes demandas de la población. Si bien, la columna vertebral de Allá en el río no versa sobre la construcción, los elementos ecológicos que se insertan en la historia pueden servirnos de referente para explicar el camino que sigue el hombre para convertir un paraje natural en un hábitat sintético de aspecto agradable y digno que al cabo, terminará cobrando alguna cuenta a quienes lo moran.
En los últimos años el tema del cambio climático ha reforzado las teorías sobre la forma en que los seres humanos vamos erigiendo nuestro camino a la destrucción a la par de la formación de grandes ciudades, pues lejos de buscar que cada sitio se convierta en un lugar auto sustentable, se arrasa con cualquier espacio por mínimo que sea para hacerlo habitable o funcional, lo cual, dicta una sentencia obvia: a mayor espacio disponible, mayor ambición por el concreto, cuyo costo ecológico será lamentable.
Es menester acotar que mi reciente preocupación por la expansión del concreto surge por dos motivos, principalmente: la edificación desmedida y mal planeada de unidades habitaciones, y la construcción de viaductos elevados y puentes. En ambos casos, la siembra de concreto aunque es justificada por el crecimiento de la mancha urbana, no siempre es la solución más adecuada a los problemas que se busca abatir pues siempre surgen otros inconvenientes no contemplados que en muchos casos únicamente acentúan el primer problema que se buscaba remediar.
Sembrando casas
La demanda de vivienda en las grandes ciudades es un problema que se busca remediar con una solución aparentemente simple: la edificación de unidades habitacionales.
En años recientes hemos presenciado el crecimiento excesivo de muchísimas ciudades del país pero el caso del Distrito Federal y área metropolitana del estado de México es un ejemplo evidente de cómo trastocar el ambiente natural sin la debida planeación.
Concretamente me referiré al caso de Cuautitlán Izcalli, donde en menos de 10 años se autorizó la construcción de más de cincuenta unidades habitacionales (según se publicó en algunas notas de prensa aunque la realidad dicta que pueden ser el doble), muchas de ellas, gracias a la venia conjunta de los gobiernos municipales y estatales (panista y priísta, respectivamente) lo que prácticamente aniquiló vastas extensiones de llanos, milpas y cerros que vale decirlo, mantenían no sólo un buen nivel de vida para la población sino también un equilibro ecológico aceptable.
Con la creación de estas unidades habitacionales se hizo patente la obligación de construir nuevas rutas viales, puentes, pozos de agua y demás servicios que satisficieran las necesidades de los nuevos habitantes y que minaran las molestias de quienes por años vieron en este municipio un lugar para vivir con tranquilidad. Sin embargo, con esta expresión del desarrollo vino también la euforia por atender las demandas de esparcimiento de la población para lo cual se hizo necesario arrasar con campos de fútbol, llanos y áreas verdes donde la gente acostumbraba hacer días de campo, practicar todo tipo de deportes individuales y de conjunto o volar papalotes, y en su lugar se levantaron plazas comerciales, algunas de ellas, seguidas una de la otra.
Cuautitlán Izcalli en lengua náhuatl significa “tu casa entre los árboles”, lo cual ha quedado reducido a una ridícula y risible paradoja que sirve para ejemplificar el poder expansionista del cemento.
Sembrando puentes
Uno de los indicios que dan cuenta del crecimiento de una población es la insuficiencia de sus vialidades. El transito cargado o completamente detenido en las llamadas horas pico, evidencia la necesidad de hacer uso de la tecnología para solucionar un problema de este tipo.
Hace unos años, en el Distrito Federal, se inició la construcción de vialidades elevadas que no tuvieran la función de un simple puente que ayudara a un conductor a “brincar” el caos generado en avenidas o tramos muy concretos de la ciudad, los cuales, se sobresaturaban a ciertas horas convirtiéndolas en extensos estacionamientos. Por el contrario, la idea de estas nuevas construcciones consistía en hacerlas vialidades diferentes por las que se pudiera transitar con mayor rapidez pues servían como desahogo de las arterias que se encontraban a nivel de piso, sin embargo, al paso del tiempo esto resultó contraproducente porque esos “segundos pisos” necesitaban de salidas que al final terminaron acentuando el transito en otras zonas.
El costo al medio ambiente con este tipo de obras es una evidencia de la forma en que operan los urbanizadores: sin la menor cautela ecológica ya que resulta obvio que estas construcciones únicamente contemplan la siembra de concreto sin que se opte por alguna alternativa verde eficiente que ayude a resarcir un poco el impacto ecológico que tendrá la magnitud de la obra.
Al día de hoy, en el periférico norte, se construye el Viaducto Elevado bicentenario que irá de la zona del desaparecido Toreo hasta Tepotzotlán, en el estado de México. Para esta obra se han talado todos los árboles que había en el camellón que va de Echegaray a Valle Dorado, aniquilando así esa área verde que servía de pulmón a la ciudad. En su lugar, actualmente, se siembran los soportes de la nueva vialidad sin que se vislumbre la posibilidad (por la misma naturaleza de la obra) que se vuelvan a sembrar árboles, en cambio, no sería descabellado pensar que ahí mismo, hasta donde hace un par de meses había pasto y árboles, en un futuro se disemine más concreto que pueda adaptarse en forma de canchas de fútbol rápido o básquetbol, en estacionamientos o en parques rellenados con arenilla, como ha sucedido en otras áreas de la ciudad.
Es menester recalcar que quien esto escribe no es un ambientalista radical y mucho menos está en contra del desarrollo, por el contrario, soy un convencido y agradecido de las bondades de vivir en la ciudad y gozar de la mayoría de los avances tecnológicos al alcance de los ciudadanos comunes; sin embargo, los escenarios presentados en fechas recientes y los que se han previsto como consecuencia del cambio climático me hacen pensar en algo tan simple como la necesidad por mantener zonas verdes en cada nueva edificación en lugar de erradicarlas por completo.
Es menester recalcar que quien esto escribe no es un ambientalista radical y mucho menos está en contra del desarrollo, por el contrario, soy un convencido y agradecido de las bondades de vivir en la ciudad y gozar de la mayoría de los avances tecnológicos al alcance de los ciudadanos comunes; sin embargo, los escenarios presentados en fechas recientes y los que se han previsto como consecuencia del cambio climático me hacen pensar en algo tan simple como la necesidad por mantener zonas verdes en cada nueva edificación en lugar de erradicarlas por completo.
Pareciera que a las pequeñas acciones a las que se nos conmina desde los medios de comunicación para el cuidado del medio ambiente, hace falta un gran sentido de la responsabilidad por parte de los urbanizadores y de las autoridades que –lo recalco nuevamente–, bajo la premisa del desarrollo, no escatiman en llenarse los bolsillos con billetes cuando se trata de echar a andar una nueva obra, sin pensar en los costos ecológicos futuros.
Habrá quien me diga que las azoteas verdes son la opción más viable para contrarrestar los efectos de la deforestación de nuestra ciudad, sin embargo, le pregunto a los lectores: ¿acaso han visto la proliferación de estas azoteas por la ciudad a pesar de que su impulso lleva ya unos años? Si su respuesta es no, piensen ahora en razones obvias que impidan su propagación. Existe una mejor opción llamada Verticalizmo pero como sea, en ninguno de los dos casos, los ciudadanos están preparados para impulsar ambos proyectos, por lo que la mejor opción es que en lo sucesivo los desarrolladores contemplen alternativas ecológicas en sus proyectos.
Un día, seguramente, se acabará el concreto o el espacio donde sembrarlo y en ese momento la naturaleza cobrará justa venganza. Sí eso llega a suceder, les aseguro que será demasiado tarde.
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