- ¿Qué te trajeron los santos reyes?
- Una autopista, un balón de futbol, unos guantes de portero, un tren eléctrico, dos muñecos de playmobil un Atari y dos pantalones. ¿Y a tí?
- Mmmm pues... sólo una autopista y un balón de futbol americano.
Ese diálogo ocurrió cuando estaba en sexto de primaria. Mi amigo Abel era el niño rico de la calle, el consentido. Su padre era gerente de la fábrica donde trabajaba mi papá y por esa razón era el único que por aquellos días, además de computadora, tenía todos los juguetes que pedía. Yo en cambio, apenas poseía una colección de soldaditos y apaches de plástico barato comprados en el mercado. Mi padre era un miserable y pocas veces me compraba un juguete, de heho, cuando ese milagro ocurría a cambio me privaba de golosinas por un buen tiempo. "Debes aprender a vivir como pobre para que de grande aprecies lariqueza" -decía-. Pero a esa edad los niños no entienden sobre pobrezas y frustraciones adultas, cuando se está en sexto de primaria lo único que un chico desea encontrar al pie del pino de navidad es cuando menos uno de los juguetes que pidió en la ilusa cartita. En mi caso, eso ocurría pero no porque mi padre se esforzara en reconocer que yo era su criado durante un año sino porque mi madre era quien se daba cuenta que mi padre era un miserable que jamás desembolsaría un peso en premiar mi actitud servil hacia él.
Por eso aquel 6 de enero cuando Abel salió con su balón entre las manos dispuesto a enterarse qué tan buen niño había sido en ese año, mi única respuesta posible fue una mentira que pronto quedó al descubierto pues una autopista, un tren eléctrico, los juguetes de Playmobil y un Atary superaban por mucho la evidente tacañería de mi padre. Ante su sorpresa tuve que acotar que mi papá había recomendado no invitar a nadie a jugar a la casa porque mis juguetes podían descomponerse o en el peor de los casos romperse y él no tenía dinero para comprarme otros. Abel sonrió y me invitó a jugar con su balón. Ahí fue donde quedó descubierta mi mentira: ¿Qué niño en su sano juicio cambia horas y horas de diversión frente al televisor o con el mundo mágico de Playmobil a cambio de lanzar pases con balón de futbol americano? Obvio, Abel nunca pudo digerir aquello que sólo el tiempo se encargó de disipar o encerrar en el anecdotario de mi amigo de la infancia.
Ahora puedo imaginarlo compartiendo este suceso con sus amigos, todos empresarios, recordándome como el niño mentiroso de la calle, el jodido. Al imaginarlo no puedo más que sonreir y sentir como la vergüenza me recorre desde la planta de los pies hasta la cabeza. Sin embargo, más vergüenza siento al recodar que aquel 6 de enero, cuando estaba en sexto de primaria, mi único regalo fue un bicicleta descompuesta que jamás pude pedalear más de cinco metros sin que se le safara la cadena y que años después me enteré, cuando mi familia se hizo añicos, que mi padre le había quitado a su hijo mayor, historia que pertenece a otra familia y que me niego rotundamente a revelar.
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