Tengo la certeza de ser roquero aunque a estas alturas de mi zarandeada vida temo estar siendo succionado al lado oscuro de la música, de acuerdo con la sabia filosofía Jedi.
Que el Amo del Merol me sorprenda confeso si en mi ipod, teléfono celular o computadora existe una carpeta llamada Gustos Culposos la cual esté compuesta de una extensa lista de canciones consideradas non gratas para los elevados cánones de quienes se dicen expertos en rock. Eso representaría el acabose frente al gremio.
Que el Amo del Merol me sorprenda confeso si en mi ipod, teléfono celular o computadora existe una carpeta llamada Gustos Culposos la cual esté compuesta de una extensa lista de canciones consideradas non gratas para los elevados cánones de quienes se dicen expertos en rock. Eso representaría el acabose frente al gremio.
Hablar de rock en todas y cada una de sus vertientes, es meterse en honduras; lo he vivido en carne propia. Entre los argumentos que validan mi apreciación están los siguientes: “lo que tú escuchas no es rock”, “eso es muy light”, “eso es para nacos”, “es muy fresa”, “¿quién es Rockdrigo?”, “musicalmente no aporta nada”, “es demasiado comercial”, “nuestra influencia más grande es Pedro Infante”, “suena a cumbia”, “el rock es actitud” “Calamaro es Dios”, ”Jetro Tull pisoteó el ego de Lars Ulrich” y la manga del muerto.
Odio decirlo pero más del 90% de los roqueros del mundo somos milicianos cuyas guitarras están cargadas de prejuicios agregando que una dogmática visión sobre esta música nos impide ponernos de acuerdo entre nosotros mismos, lo cual, evidentemente, ni siquiera es necesario. Por otro lado, la palabra rock encuentra tantas definiciones como subgéneros, lo que ofrece la posibilidad de inventar uno propio sin que ello resalte alguna diferencia con lo que se ya ha escuchado anteriormente: un poco de mayor o menor velocidad, riffs más cortos o excesivamente largos, delay en la voz, fusiones con ritmos afro americanos, cortes de rhythm and blues con tintes de anarcumbia, sonidos celtas, quenas y charangos, tamborcitos de Teotihuacan y demás artilugios, son las aportaciones de quienes dicen poseer la verdad del rock.
Lo anterior, se acentúa mucho más en la adolescencia lo cual puede corroborarse con un simple ejercicio de campo: 1) acuda usted a la tienda de discos de su preferencia y espere a algún incauto de edad puberta que haya logrado romper la barrera de las novedades y se dirija decidido al solitario anaquel en donde se empolva el material merol; 2) observe lo que él observa, estudie sus reacciones ante las portadas y los precios de cada material tomado entre sus manos, y 3) indígnese con alocuciones varias como: “The Beatles son cagada y Ozzy Osbourne también, Molotov es la neta”; o bien, “los Hello seahorses son una chingonería no como las mamadas que escucha mi papá”. En caso de soportar estoicamente semejantes afirmaciones no olvide repetirse en voz baja que usted también fue joven antes de enfilarse a la salida y tomar el camino de regreso a casa. Finalmente, sane las heridas con la música de Neil Young, Bob Dylan, Leonard Cohen o cualquier grupo que usted considere roquero y lo haga mover la cabeza en tradicional headbanger.
Ciertamente las brechas generacionales son peligrosas pues cuando éstas salen a relucir entre rokers, la tradicional intransigencia es terreno fértil para una batalla de verdades en la que se olvida todo argumento sensato, por ejemplo, para mi padre John Lennon era un Dios mientras que Dimebag Darrell lo sigue siendo para mí (aunque mi jefe ponga cara de pendejo cuando le hago saber que ambos fueron acribillados un 8 de diciembre). Mi tío reconoce como roqueros del diablo a Enrique Guzmán, Alberto Vázquez y César Costa mientras que su hijo adora a La Gusana Ciega sin saber quien es Alejandro Lora (¿es obligatorio que lo sepa?). Por su parte, mi vecina la Chatis afirma que su hija le salió igual de locota que Alejandra Guzmán cuando la niña apenas tiene ocho años y su único logro en la vida consiste en haber memorizado cada uno de los éxitos de la telenovela vespertina antes que la tabla del uno.
Al final, todos resultamos bien rockers.
El caso es que una mañana desperté poseído por una extraña energía que me hizo tomar la decisión de ponerme al corriente en este trabuco rocanrrolero, obteniendo los siguientes resultados: por principio de cuentas, la única estación de radio que encontré resultó tan aburrida como los resolutivos de la cumbre internacional del café; en segundo lugar, todos los grupos sonaban a lo mismo, poniéndose de moda que una niña (o niño con voz de niña) berreé la canción en tono depresivo y sin los huevos que caracterizaba a las huestes de antaño. Finalmente, tuve la sensación que me estoy volviendo viejo y pendejo, y en ello radica mi incapacidad para apreciar lo que los entes de menor edad sí pueden valorar.
Concluido lo anterior no tuve más remedio que recuperar el material que se encuentra empacado en cajas de cartón (llamado pomposamente fonoteca) y que evito exponer a quienes llegan a mi morada, encontrándome con joyas que recuperan lo mejor de Rock en tu idioma; acoplados pirata que dan cuenta de mi etapa ñera como el Mostros del rock de acá; mis viniles de Twister Sister, Quiot Riot, Poison y Motley Crue, así como mis primeros cedés: Nervermind, Ten e In Utero, que reafirman mi periodo grunge. Un lugar especial merece el primer casette de Microchips de quienes me reafirmo como fan from hell.
En fin, que esto del rock es un hueso duro de roer y por ello más vale quedarse con la boca cerrada, aunque después de todo, quien no tenga un pasado culposo que arroje la primera piedra.
Mi aprecio a Jay de la Cueva y arrimones a Toti, ahora que ya tenemos edad.
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