Mi infancia transcurrió en un colegio mediocre que a la fecha sigue teniendo facha y nombre de escuela rural, las pléyades de gatos que la integrábamos estaban formadas en su mayoría por hijos de comerciantes, ejecutivos de medio pelo y pequeños empresarios; una tropa de mocosos wannabe cuya formación se cimentó la historia de éxito de Benito Juárez, poético aliciente con el que se nos manipulaba a devorar los libros de texto mientras se nos mantenía sometidos. Si uno pasaba su infancia en esa escuela lo más probable es que el futuro se estuviera construyendo bajo el techo de una fábrica, la amargura de un escritorio o, como burla del destino, la formación educativa. Eso sí, para nuestras lindas maestras, todos sin excepción, éramos unos niños inteligentísimos, unos dechados de talento a los que resultaba más adecuado escribir un ocho en la boleta antes que meterse en un conflicto con los padres por reafirmar con un cinco algo que a todas luces era evidente.
Muchas cosas más pueden decirse de esa escuela pero una que puedo relatar con conocimiento de causa es la que tiene que ver con Ostrich, Edgar y yo, tres niños que pasamos a la historia como los más putos de sexto grado, los más asustadizos y por tanto, los más manipulables; los mismos que durante un ciclo escolar nos dedicamos a cumplir cabalmente con las atrocidades imaginadas por Yeberino, nuestro líder. Reitero que junto con mis amigos, constituimos una bandita de mariquetes pero al mismo tiempo nos instalamos como los muchachos más temidos de la escuela, los gandallas. Nadie se metía con nosotros, casi todos los niños de la escuela nos rendían pleitesía y si alguien quería ganarse un problema, bastaba con encontrarnos. Para la psicóloga, éramos un ejemplo perfecto de inteligencia mal canalizada y mala conducta pero para nosotros, eso mismo representaba la oportunidad de crearnos una fama que nos abriera las puertas de la secundaria 61, una especie de tutelar en el que sólo entraban chavos fuertes y niñas lindas.
Como víctima predilecta de nuestra hijoputez estaba Miguel Rey, quien seguramente a la fecha se acuerda de nosotros. Se trataba de un muchachito pequeño, muy delgado, de rasgos indígenas; era el único hijo de una pareja formada por un albañil y una sirvienta. Rey, como era conocido, era el ejemplo perfecto de perseverancia que se intentaba fomentar con la choteada biografía del Benemérito de las Américas. Gozaba de una beca pagada por la escuela y en cada homenaje se hacía la mención de sus logros. En las reuniones de padres, su mamá siempre recibía un diploma y la felicitación del director.
Rey parecía tener un poder sobrehumano para aprenderse las lecciones, nunca hablaba, ponía atención a todo lo que la maestra decía, terminaba los ejercicios antes que todos, dominaba el uso del bicolor y sus cuadernos siempre tenían fecha y margen; jamás se le vio sucio. Puedo afirmar que era el único que tenía bien ganado cada diez en la boleta y de paso, su beca. Por todo eso, Yeberino lo detestaba.
Y fue precisamente ese odio lo que motivó que los tres amigos fuéramos impulsados por aquel mozalbete para derrumbar la estima que ese chico tenía sobre sí mismo. Un día durante el recreo, Yeberino se mostró contundente, si no le dábamos una madriza a Rey, él nos chingaba a nosotros.
-Pero Rey nos va a acusar con la maestra –replicó Ostrich, temeroso.
-Bueno, si no quieren, no lo hagan pero a la salida yo los mato a ustedes.
Edgar, que por alguna extraña razón le tenía pavor a las amenazas de Yeberino se ofreció a hacer el trabajo y yo lo secundé. Aprovechamos que Rey entró al baño y cuando se encontraba frente al mingitorio, Edgar lo empujó. Sin poder meter siquiera las manos, Rey fue a dar directo contra la llave del agua, un borbotón de sangre le brotó de la nariz. Al ver la escena mi amigo salió corriendo. Yo, embargado por el miedo, pateé al niño en un par de ocasiones mientras le advertía que en caso de delatarnos su suerte iba a ser peor. Aquella mañana la alegría del recreo se transformó en drama. Nadie se explicaba cómo es que Rey se había resbalado y mucho menos, cómo es que nosotros no nos percatamos del accidente si habíamos entrado al baño detrás de él. Tres días después, cuando nuestro compañero regresó a la escuela, la maestra le llevó una enorme caja forrada para obsequio y dentro de ella El Barco Pirata Playmóvil, que sirvió para reafirmar el odio que Yeberino sentía hacia el chico. Edgar nunca había tenido un regalo digno el seis de enero lo que motivó que esta vez estuviera de acuerdo con Yeberino para robarle algunas piezas importantes del precioso juguete, lo cual se quedó corto pues bajo el pretexto de jugar con él, mi amigo y Yeberino rompieron un mástil del barco dejándolo casi inservible.
Cuando se es niño la estupidez y la maldad parecen encontrarse en el mismo plano pero hasta la maldad generada por la estupidez tiene un límite. La última vez que vimos a Miguel Rey fue en una excursión a Reino Aventura. Yeberino, como era de esperarse, ya había planeado la forma de hacer inolvidable aquel paseo para nuestro compañero y lo primero fue retarnos a robarle su almuerzo. El elegido para cumplir con la tarea fui yo, así que regresé al autobús y pedí permiso al chofer para sacar una medicina contra el vómito, por obvias razones, el chofer no se negó. Cuando hurgaba en la mochila vi que había algunos billetes y no dudé en apropiármelos. Al regresar con mis amigos, arrojé la comida al hocico del dragón Cornelio y tontamente comenté lo del dinero. Yeberino se quedó con la mayor parte.
En el parque de diversiones, en varias ocasiones, amenazamos a Rey con lanzarlo de los juegos y Yeberino casi lo cumple: en los columpios, esos que se elevan varios metros mientras giran, Yeberino soltó la cadena de seguridad que sujetaba a Rey justo cuando el juego comenzaba su andar; imprudentemente, el niño no pidió auxilio y gracias a la bendición de su madre no salió disparado.
Pero durante el show de Keiko, Rey padeció de todo: lo mojamos y lo amenazamos con ofrecérselo a la ballena de almuerzo. Al finalizar el espectáculo la maestra eligió a los cinco niños con mejor promedio para conocer al futuro Willie; Ostrich logró colarse entre los elegidos y estando en el estanque donde tenían a la ballena, mi amigo lo hizo trastabillar apenas lo suficiente para que Rey cayera al agua. Afortunadamente una de las entrenadoras de la ballena actuó de inmediato y pudieron sacar al niño pero aquel suceso quedó registrado en uno de los periódicos más importantes del país.
La hora del almuerzo también resultó un caos pues Rey no encontraba ni su almuerzo, ni la bolsita con dinero. El niño estaba inconsolable mientras nosotros nos atiborrábamos de hot dogs y gaseosas. Aludiendo solidaridad con él, Edgar le regaló un hot dog que ya no quería y media soda babeada. Todavía en las tazas locas, Yeberino hizo girar aquella en la que iba nuestro compañero lo que tuvo funestas consecuencias para quienes iba con él. Al final, en el trayecto de regreso, organizamos una guerra de coscorrones en la que todas nuestras agresiones fueron dirigidas a Rey.
Extrañamente, Miguel Rey no se presentó a la escuela al día siguiente, ni los demás días. Al parecer había caído en cama a causa de una extraña enfermedad pero su padre, iba todas las tardes a la hora de la salida, visiblemente borracho y se paraba muy cerca de donde nosotros esperábamos el transporte. Nunca nos dirigió la palabra pero su mirada era atemorizante para nosotros. Días después, Yeberino comenzó a ser recogido diariamente por su padre mientras que Edgar, Ostrich y yo, sólo esperábamos que los meses pasaran rápido.
Dejé de ver a mis compañeros cuando entramos a la secundaria. Sólo Yeberino se quedó en la 61, de la que fue expulsado meses después. Edgar no siguió estudiando como consecuencia del divorcio de sus padres y Ostrich ingresó a un colegio privado. De ellos no volví a saber ni la hora pero me queda claro que no pudieron seguir el ejemplo de Benito Juárez pues de haberlo cumplido, ya me habría enterado. Sin embargo, el que más se acercó a esta historia fue Miguel, Miguel Rey, el hijo de la sirvienta y el albañil, el niño ejemplo que jamás delató nuestra maldad.
Hace unos meses mientras se desarrollaban las campañas políticas, lo encontré en un mitin. No nos dirigimos la palabra pero es obvio que me reconoció pues no dejó de observarme mientras yo repartía banderines a mis alumnos, banderines con el horrible rostro del candidato a la presidencia municipal, un entenado del narco, se dice por ahí. Era la misma escuela, veinticinco años después. Karma maldad: la vida pone a cada quien en su lugar.
El candidato de su partido se llevó las elecciones y Miguel Rey acaba de ser nombrado Jefe de seguridad pública y transito municipal, un grupo de verdaderos hijos de puta el que forman esos orangutanes.
Maldito karma, parece que ha llegado el momento de pagar.
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