domingo, 5 de febrero de 2012

Érase una vez un muerto. (PalabrasMalditas.net, mayo de 2010)

¿Cómo puede un hombre esconderse de sus desgracias si éstas caben en un sobre y entran por debajo de la puerta?
Sobre el televisor se apilan un montón de recibos vencidos que me dictan sentencia. La montaña de papel, que parece erigirse como un monumento a mi mediocridad, no está dispuesta a soportar más y amenaza con desgajarse en cualquier momento. En los bolsillos de mi pantalón, un tubo de pastillas de menta chiclosas a consecuencia del calor, un ojo de venado con la estampita del Niño de Atocha y un papelito con la cara de Bart Simpson impregnado de ácido lisérgico, se convierten en mis únicas pertenencias de valor. Me faltó citar que el televisor no sirve hace ya medio año y que el refrigerador es la habitación más calurosa y pestilente de este hogar, si es que así puede llamársele a este cuchitril que perdió su esplendor el día que Daniela se largó llevándose mis otras pertenencias. Desde entonces, ni el hambre que me atormentaba, se atreve a tocarme la puerta.
Si me miro al espejo puedo descubrir sólo a un guiñapo, una caricatura mal hecha de un perdedor que depositó todo su futuro en el escote de una quinceañera enferma de odio hacia lo que más decía amar. Es aquí donde entro en escena, pero no quiero recordar a Daniela, ni sus pechos, ni al escote que terminó por joderme la vida. En cambio quiero pensar en el amor de los dieciséis años, ese que no conoce límites y que en un descuido puede convertirse en una maquina de destrucción humana cuando el hastío por la convivencia se convierte en una constante.
Supe del amor dos semanas después de haber cumplido los dieciséis años. Estaba en la preparatoria, encerrado en el baño de las chicas y frente a mis ojos un par de tetas hinchadas eran descubiertas para mi estúpido deleite que, por entonces, babeaba por menos que eso. No contemplé las consecuencias de mi deseo y por primera ocasión derroché las dos palabras malditas de la misma forma en que un vagabundo repartía las propagandas de un ridículo sex shop: “te amo”, dije con ese dejó de imbecilidad característico en quienes no tienen experiencia en los avatares de la vida y como premio recibí el beso más húmedo y prolongado de mi existencia. Ese día juré que nunca iba a abandonarla y que por siempre estaría a su lado. ¿Quién iba a decirme que esa idiotez me costaría la vida? Nadie, por supuesto, pero aunque alguien me lo hubiera advertido estoy seguro que me hubiera carcajeado en su cara y de todos modos hubiera seguido los pasos de Daniela hasta llegar al mismo infierno.
Pero no quiero recordar a Daniela, ni sus pechos desnudos pegados a mi pecho, ni su provocador escote capaz de mover al universo. Por el contrario, quiero pensar en esos días en que estaba convencido de ser feliz y gracias a ello había abandonado la escuela para enlistarme en un ejército de obreros sobreexplotados que afirman ser felices porque estaban convencidos que a cambio obtendrán la vida eterna.
Me gustaba mi trabajo y por eso no me pesaba levantarme en la madrugada a beber una taza de café y dos rebanadas de pan antes de salir a la fábrica; trabajar más que los demás y esperar a que el cacique ofreciera horas extras para doblar el turno e hincharme las bolsas con dinero que se devaluaba mágicamente al ver la luz del sol. ¿Quién iba a decirme que mientras yo trabajaba, Daniela despilfarraba mis ganancias con los viejos compañeros de la preparatoria que llegaban a nuestro dulce hogar a arrasar con todo lo había adentro, incluida Daniela? Pero aunque me lo hubieran dicho, estoy seguro que lo habría pasado por alto porque la imbecilidad, cuando llega bajo el disfraz del amor, es una venda que se instala automáticamente en la cara.

¿Cómo puede un hombre esconderse de la muerte si ésta no necesita llaves para entrar a donde se le pegue la gana?
Sobre mi cuerpo caminan un montón de hormigas que no me hacen sentir cosquillas; me he convertido en la montaña a la que me gustaba jugar en mi infancia y que lograba levantar con mi propio cuerpo y un montón de sábanas; era en esa montaña donde formaba a mis soldados y los obligaba a librar épicas batallas. Ahora la batalla es por no sentirme como un idiota, como el imbécil que se dejó morir por culpa de un par de tetas que siempre estuvieron dispuestas para el que mejor pagara por ellas.
En un rincón del cuarto tres ratas se disputan el cuerpo inerte de un ave que cayó herida hace un par de días. No me horroriza contemplar la forma en que se la disputan y luego la devoran, a estas alturas me he vuelto adicto a la inmundicia. Me provoca más asco mi cuerpo putrefacto a consecuencia de mi inexperiencia en el amor. Si tan sólo alguien hubiera tenido la decencia de hablarme de eso cuando ya todo estaba dispuesto para fugarme con Daniela pero, ¿para qué me hago pendejo? Aunque alguien se hubiera atrevido a hacerlo, seguro estoy que me hubiera reído en su cara y hasta un leñazo le hubiera puesto por instarme a desistir de esa mujer que, entonces, era la más bella sobre la faz de la tierra.


* * *

Daniela se fue de mi casa un viernes por la mañana, unos minutos después de que salí a trabajar. En el pequeño cuarto sólo quedó un televisor descompuesto y un viejo refrigerador. Desde entonces el pequeño cuchitril adquirió las dimensiones de la cámara mortuoria de Tutankamon por lo que ingenuamente, como ha sido todo en mi vida, se me ocurrió tirarme al piso a pensar y a escribir en un trozo de papel que encontré en el bolsillo de mi pantalón. Mi despojo yace a merced de las hormigas, los gusanos, las ratas o la muerte. Las hormigas han llegado primero pero soy demasiado pesado para ellas; a las ratas y los gusanos les llama más la atención una jodida ave que murió ayer por la mañana y la muerte parece que tiene prioridades en su selección.
Ya no soporto mi peste.
Si tan sólo tuviera la fuerza suficiente para arrastrarme, me dirigiría al baño a ducharme. Un hombre no puede morir sin dignidad.
Temo que ahora soy la imagen misma de lo que dicen es el amor. Ahora que lo pienso, pude haber muerto por otras cosas más importantes.

Hoy me toca pagar la renta.

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