A quien corresponda:
El juego ha terminado.
Cierro los ojos, respiro profundo y apago el televisor. Me levanto del sofá y sacudo los restos de palomitas que tapizan mi playera negra. De un solo trago bebo el resto de mi cerveza mientras observo un platón con comida que seguramente tendrá un sabor amargo y rancio. Instantes después salgo a la calle, un extraño silencio invade el ambiente. Es como si alguien importante hubiera muerto y todos los que me rodean estuvieran de luto. En los viejos hay desconsuelo pero se mantienen sonriendo porque no sirve de nada ocultar algo que sabían con antelación. Algunos niños, evadiendo su realidad, se corretean a la mitad de la avenida; otros, los más osados, patean un balón con enjundia como queriendo corregir con su juego el curso de la desilusión. “Ellos son el futuro de este país, los que sacarán algún día la cara por el fútbol nacional”, se me ocurre pensar ilusoriamente frente a este dejavú. Uno de los niños juega a ser Andrés Guardado, otros dos se disputan el nombre de Javier “el Chicharito” Hernández, y uno más que es resguardado por un par de piedras, aduce ser Guillermo “Súper Memo” Ochoa.
Un grupo de jóvenes se toma con chacota la derrota lo que provoca que los más ortodoxos se lamenten este marasmo: “por eso es que estamos así, porque creemos que burlándonos exorcizamos el fracaso.” Me pregunto: ¿qué otra cosa se puede hacer cuando, incluso, la triunfalista frase “sí se puede” ha mutado en burla gracias a un grupo de mentecatos que se la han adjudicado para producir un nuevo sofisma transmitido hasta el hartazgo por radio y televisión?
Los jóvenes son los que más pena me provocan. Muchos de ellos son talento desperdiciado que pueblan las calles cobijados con el calificativo de “ninis” pero que resultan ser buenos para el pambol, el tocho, el basquito, las ruedas, el grafiti, e incluso, la escritura. Si tan sólo alguien pudiera redimirlos de su realidad y ofrecerles explotar su talento por menos de lo que le pagan a un sujeto que dice ser jugador profesional de fútbol. Pero eso no va a pasar porque vivimos en México, un país donde comemos, bebemos y soñamos fútbol; dónde el deporte nacional por antonomasia consiste en sentarse frente al televisor a escuchar a los doctos iluminados que dicen conocer sobre este deporte pero que no son capaces de revolver las aguas putrefactas del negocio que esto representa para un grupúsculo de privilegiados que ellos mismos representan y que han logrado que un país sufra cada cuatro años por culpa de once sujetos lerdos dirigidos por un mentecato que pomposamente se hace llamar director técnico.
Señores: temo afirmar que el descalabro del día de hoy es el comienzo de un camino de cuatro años durante el cual se fraguará una nueva derrota. No es una profecía, ni salación; simplemente se trata de la lectura de una realidad cíclica, de un cuento mil veces contado y ya conocido por los niños y los viejos que un día fueron niños, y que un día lloraron junto con los que eran viejos por el fracaso de once infames payasos que decían representar a todo un país. ¡Nada más falso que eso! Si realmente representarán a nuestro país, no cobrarían por ir a jugar, o acaso, cobrarían apenas un sueldo bajísimo, de hambre, pero con la seguridad que se romperían la madre para demostrarle a su familia los motivos por los que estaban ahí. Esto es lo que hace realmente un mexicano ejemplar: romperse la madre por sí mismo y su familia, ni siquiera por su país, reducto de tierra que gracias a sus gobernantes ahora mismo carece de forma y futuro, y por ende no ofrece nada. Desafortunadamente: comemos, bebemos y soñamos fútbol, hasta ahí. Jugamos a ser el director técnico pero el que toma decisiones cobra por tomarlas y el resto, los más de 100 millones que quieren ese puesto ven como se puede ganar dinero siendo un pendejo.
México, mi país, es más que fútbol; ahí está el box, la lucha libre y el tae kwon do, que han generado más alegrías y mayor orgullo que los once infames que cada cuatro años ridiculizan las ilusiones de su gente. México, mi país, es más que un juego de pelota contra Argentina o Alemania. No es tampoco un país de fracasados. Nuestro único error es estar acostumbrados a depositar nuestras ilusiones en una oncena de payasos dirigidos por un sandio, un equipo que sólo cambia de nombres y apellidos pero que en el fondo siempre será igual por una simple y sencilla razón: porque somos mexicanos y no sabemos trabajar en equipo o cuando hay mucho dinero de por medio.
Es momento de regresar a casa. Juro no encender el televisor para ver mil veces la derrota y escuchar mil veces los lamentos que ya suenan prefabricados, ninguna de ambas cosas cambiará lo que ha pasado.
Tengo algo que escribir y sólo lo haré esta vez.
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