viernes, 19 de noviembre de 2010

Calvario bancario.

Como consecuencia de las vorágines económicas que rigen el mercado, la semana pasada tuve la desgracia de acudir a una sucursal bancaria con la finalidad de cambiar un cheque y para esto dispuse de mi hora de comida. Ante la mirada fraterna de mis compañeros de trabajo (que me observaron como a un hijo que abandona el calor de hogar para enlistarse en el ejército), dirigí mis pasos a la sucursal bancaria más cercana  ubicada en una plaza comercial, a escasos cinco minutos de camino. ¿Cuánto podía demorarme en cambiar el pulcro papel, producto de mi trabajo, por el maloliente pero satisfactorio aroma del papel dinero? Nada –pensé–, cuando mucho cinco minutos considerando los factores más mundanos posibles. Pero sorpresivamente, al llegar al estacionamiento del centro comercial, me percaté que en la entrada del banco había una fila enorme, muy parecida a las que últimamente pueblan todas las oficinas de la CFE, por lo que procedí a hacer lo mismo que hacen todos los imbéciles que se niegan a enfrentar sus tragedias: pasé de largo a los que hacían la fila y me paré en la puerta de entrada para descartar que aquel lugar no fuera la tortillería El tacontento; posteriormente, me puse la mano en la frente y en silencio esbocé un quejido que intentó ser un reclamo, antes de percatarme que adentro no había más de 30 personas y que por un misterio las cajas1, 2, 4, 7, 10, 11 y 12 se encontraban cerradas, mientras que las cajas 5, 6, 8 y 9 compartían dos filas con menos de diez personas cada una.
Dios sí existe, pensé.
Sintiéndome la mamá de Tarzán y agradeciendo al señor mi infinita fortuna ingresé al banco, me despojé de las gafas oscuras tal y como lo indican los letreritos de la puerta, y movido por el sentido común me instalé en la fila más corta que únicamente tenía tres personas. Inmediatamente, una linda señorita se acercó y amablemente preguntó qué movimiento iba a realizar.

  - Vengo a cambiar este cheque.
  - ¿Me presta su tarjeta? –su pregunta me hizo sudar frío y sentir un hormiguero en los calzones–.
  - ¿Mi qué…?
  - Su tarjeta, es que esta fila es únicamente para clientes distinguidos, la de este lado es para clientes preferentes y la del fondo es para usuarios.
  - ¿Y si no tengo tarjeta de cliente preferente?
  - Tiene que pasarse a la fila de los usuarios.

Reconocido una vez más en mi condición de pelagatos, abandoné la fila y salí de la sucursal buscando cobijo de la multitud que para esos momentos había prolongado la fila en cuando menos 10 metros más.
Luego de cincuenta y dos minutos de avanzar en intervalos de siete centímetros logré llegar a la puerta de entrada, situación que consideré un triunfo pues a esas alturas ya sólo hacían falta cuatro personas para llegar a la caja 3 (que es la que fue destinada por el flamante gerente para los pelados), pero quiso el destino que repentinamente, alguien tuviera la amabilidad de anunciar que el sistema se acababa de caer por lo que nos dieron dos opciones: esperar pacientemente (recomendación que consideré una ironía) o dirigirnos a otra sucursal. Por comodidad y huevonada, opté por la primera opción.
Afortunadamente, no pasó mucho tiempo antes de que el sistema se restableciera. Avanzaron dos personas y cuando estaba a punto de pasar la señora que iba a delante de mí, el gerente informó que le apenaba decirnos que la sucursal ya había sobrepasado por 15 minutos su horario de atención y que no podía seguir brindándonos el servicio, así que hiciéramos el favor de abandonar la sucursal en orden. De nada valieron los reclamos de la gente ni la carretada de mentadas de madre que se llevó: en perfecta formación tipo Auschwitz fuimos obligados a caminar hacia el estacionamiento del centro comercial mientras todos nos veíamos con cara de “somos unos pendejos”.
Como suele ocurrir en estos casos, nadie se atrevió a decir algo contundente o a proponer el inicio de una revuelta memorable que hiciera que el gerente se arrepintiera de sus actos, nos pidiera perdón y nos otorgara liquides perpetua, por lo que cada uno de los presentes tomó su camino y se perdió entre las multitudes que a esa hora atestaban el centro comercial.
Yo, únicamente me limité a observar mi cheque y pensar en el odio que siento por mi trabajo cada quince días cuando me percato que soy un tipo cuyo potencial no es debidamente valorado, aunque a esas alturas ya no sabía qué era peor: ser un subempleado cuyo trabajo logra que otros subempleados de mayor rango ganen prestigio, reconocimientos y bonos de productividad, o acudir a un banco y someterse al capricho de esos legatarios del diablo que nos han orillado a humillarnos, incluso, para recoger nuestro propio dinero.
Que con su pan se lo coman. Tantán.

6 comentarios:

  1. yeah eso es todo, la verdad es que si suele pasar hasta para hacer un pago aggg...

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  2. zaz....

    ouch,que chidez que a mi mi pagan en efectivo...juju...pero mamá insiste en que lo guarde en el banco...juju,lo que no sabe es que mi banco está justo frente a mi cama...en mi cajita de mota que tampoco sabe que es de mota...xD

    besis mr Anacléctor!

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  3. Wow, si que es una historia aterradora. Resulta que igual que en el antro, ya los bancos practican la discriminación.
    Ni hablar mi querido Héctor, debemos tramitar la famosa tarjeta!!!

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  4. Anónimo: para todo, cuando se trata de bancos hasta oara dejarles tu dinero hay que humillarse.
    Itzelita: no la chingue, no se vaya a fumar su efectivo una noche.
    Luz Daniela: NOOOOOOOOOOOOOOOO, me resisto...

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  5. Guey no mames cuando yo trabajaba en el banco (5 maravillosos años jajajaja) el día que cobraban los maestros terminábamos hasta 1 horas y media después del cierre y nunca me dieron bono de productividad jajaja siempre por una mamada no lo quitaban y encima te dan cursos obligatorios de fluidez y mamadas para atender rapidito al cliente (15 min máximo) jajaja ni pech Hectorin por eso estamos como estamos pinches bancos....

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  6. Lilianita: esa sí es sorpresa: trabajaste en un banco!!!
    Sólo de imaginarlo pienso en dinero...

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