Solía escribir a la menor provocación:
no importaba el lugar,
no importaba si había gente,
no importaba la soledad
y no importaba, incluso,
si tenía ganas de hacerlo.
Un día, simplemente, dejé de hacerlo.
Tal vez las musas me abandonaron,
tal vez me dejó de gustar,
tal vez me di cuenta que no había nacido para hacerlo,
lo cierto es que hoy no puedo escribir más
y me conformo con sentarme frente a la ventana
a ver caer la lluvia
mientras en los periódicos y las revistas
leo a quienes sí pudieron hacer lo que a mí me gustaba.
Por eso, los que escriben,
siguen siendo mis amigos
porque con sus letras
saben sanar mi frustración.
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