Por motivos que ni a mí mismo me interesan, hace unos días me vi obligado a acudir al Museo Nacional de Antropología e Historia en el peor día en que pude haberlo hecho: el domingo. Lo anterior, trajo como resultado una serie de observaciones antropológico-sociales que me gustaría compartir con usted.
En primer lugar llamó mi atención la enorme fila para poder ingresar. Por un momento creí que se trataba de la entrada al balneario de Oaxtepec debido a que había señoras gordas vestidas con bermudas multicolores que arreaban a niños en camiseta y cargaban mochilas estorbosas en las que llevaban provisiones suficientes para alimentar un regimiento del ejército. A pesar de la extensa fila, la entrada fue ágil salvo por el requisito de tener que colocar las llaves y el teléfono celular en una canastita de tortillas antes de pasar por un arco detector de metales que, por efecto de su propia paranoia o falta de mantenimiento, sonaba cada vez que alguien lo cruzaba.
Una vez sorteados los trámites del detector de armas y de un señor que me quería obligar a dejar en la paquetería mi pequeña mochila, me enfilé directamente hacia la sala que ubica el Poblamiento de América. Al intentar entrar, un maremágnum de personas bloqueaba el acceso en una costumbre realmente estúpida: copiar el letrero introductorio y que erróneamente (para quienes deseamos ingresar a los museos), se ubica a un costado de la puerta. Nunca he entendido esta conducta pues hasta donde mi lógica alcanza a atinar, los museos no tendrían que sufrirse con apuntes, situación de la que hay que culpar totalmente a las maestras que exigen como comprobación de la visita un kilo de trascripciones sobre el trayecto que siguieron los cazadores que cruzaron el Estrecho de Bering.
Ante la imposibilidad de ingresar decidí dirigirme hacia la sala de la cultura maya, que parecía estar desierta. Contemplaba los ejemplos de entierros funerarios cuando un niño me pidió amablemente mover mi antiestético cuerpo de la vitrina pues pretendía tomar una fotografía del esqueleto, sin alegar atendí la solicitud. Apenas había regresado a mi lugar cuando otra señora se acercó a pedirme que me moviera dos pasitos a la izquierda porque mi barrigota cubría el rictus de dolor del muerto, también lo hice; pero cuando vino un señor a exigirme que me quitara tuve la decencia de mostrarle el camino directo a la chingada, por la ruta de Bering, esperando que con esa respuesta nadie más volviera a molestarme. Lo logré. Desafortunadamente, está anómala conducta se repitió en prácticamente todas las salas, principalmente en la Mexica, donde toda la gente imbécil pretende hacerse la graciosa mientras se retrata con la Coautlicue, la Piedra del sol o cualquier ornamento para, posteriormente, subirlo a Facebook.
Ahí mismo, en la sala mexica, encontré otro prodigio digno de estudio por la antropología social: un grupo de jovencitos subnormales, que primero hacían alarde de una intentona de trasgresión copiada de los programas televisivos y después gritaban como taraditos cuando veían a una rubia en shorts que recorría el lugar, dedicaron el 90% de su tiempo a tocar las piezas de exposición a pesar de que en más de una ocasión un hombrecillo disfrazado de guardia de seguridad les pidió no hacerlo. Podrán decirme amargado o falto de sentido del humor pero existen sitios donde las palabras “no tocar” tienen un valor estricto; el que me diga lo contrario, ya puede ir cruzando la calle pues nada en el mundo me hará cambiar de opinión y no lograremos ponernos de acuerdo. El problema es que llegó un momento en que el señor seguridad ya no soportó más y tuvo que pedirles que se retiraran. Como suele ocurrir en los casos en que se delata la impunidad de los delincuentes juveniles desde el seno materno, enseguida apareció una señora que instó al hombrecillo a no meterse con los “niños” ya que ellos estaban “estudiando” y nadie tenía derecho a correrlos de ahí. Tras un alegato que se prolongó por varios minutos algunos de los presentes optamos por apoyar al hombre argumentando que los taraditos ya nos tenían hasta la madre y que lo más prudente era sacarlos de ahí así fuera a patadas. Experimentando la sensación de lo que comúnmente se conoce como pena ajena, opté por concentrarme en mi cometido pues después de tres horas únicamente había conseguido pasar corajes y concebir la idea de un nuevo texto, que bien podría servir como preámbulo de una tesis doctoral.
Al dirigirme hacia la maqueta donde se muestra la supuesta majestuosidad del imperio azteca (siempre he tenido recelo a las maquetas), apareció un hombre que no paraba de explicarle a su hija variadas e increíbles teorías sobre la fundación de Tenochtitlán. En un intercambio que me pareció interesante, la niña preguntaba y el padre, solícito y orgulloso, respondía con una fluidez sólo comparable con la de un arqueólogo. Pero todo se vino abajo cuando la pequeña preguntó cuál era la pirámide “por la que baja la serpiente emplumada todos los días de la primavera” y su padre en una muestra rotunda de sabiduría respondió que era la más grande de todas, la que estaba al fondo. Semejante contundencia me dejó con esa horrible sensación que se experimenta cuando pienso que hay días en los que no debí haber salido de casa por nada del mundo; también pensé en los desayunos dominicales en familia, con barbacoa y con el televisor encendido, me parece que todo eso es más redituable que los encuentros con gente idiota.
De mi posterior visita al zoológico, ya les contaré en otra ocasión pues también se constituyó en un trauma que urge liberar.
Auchhh, me quedé con ganas de hacerle una última visita al Museo... gracias por recordarme que extraño mi ciudad, EHHH =P Debiste tomar fotos de los mocosos transgresores, es más, debieras hacerlo de ahora en adelante y subirlas en tu artículo a manera de "se busca: delincuente sin cultura", jajaja. Un beso.
ResponderEliminarJéssica: la primera foto es de los chamaquitos, puedes apreciar al "Polecía" y a señora defensora. Y en un post que subí en la semana, están los otros chamaquetes babas... un abrazo y gracias por estar al pendiente.
ResponderEliminarEstimado Anselmo, como siempre es un gusto ser etiquetada en sus notas y conocer sus traumas y aventuras cada vez que se atreve a salir de casa jejej... me alegró mi mañana estresada jajaj... ojalá conteste mi comentario.... Beso...
ResponderEliminarjajajajaja,chale,ahora sé por qué amo los museos entre semana...jajajaja
ResponderEliminary por qué era tan feliz de ir a la escuela en la tarde,con tiempo suficiente como para ir al museo tempranito y volver a la escueal sin broncas...
=)
besotes mr Anacléctor!!
=D
No cabe duda que lo mas interesante te ocurre a ti, me encanta la perspectiva de ver el mundo que tienes, eres unico.
ResponderEliminarPues si hay muchos niños malcreados por todos lados, por culpa de las madres y a veces hasta parece que ni madre tienen, "detras de un escuincle desmadroso esta una madre fodonga, agresiva y sobre protectora", asi que hay que avisarle a los cuidadores de museo que tome sus precaciones porque puede ser atacado por unos de estos especimenes y no digo raros porque los encuentras en todas partes... jajaja
Fabiana: para mí es un placer que me leas y que pueda arrancarte del estrés que, parece, a todos nos está liquidando. Muchas gracias por comentar... un beso...
ResponderEliminarLolita Marín: no te parece interesante lo que me ocurrió?
ResponderEliminarJe, je, je, yo lo consideraba una tragedia... muchos besos y gracias por leerme.
De acuerdo en todo, odio que toquen lo único que resta de nuestro glorioso pasado.
ResponderEliminarEspero con ansias lo del zoológico, yo trabaje allí dentro por tres añitos...
Saludos¡