La tarde en que desapareciste te despedí
–sin saberlo-
con un frenético bombardeo sobre tus caderas
y el firme propósito de una vida nueva
depositado en eso que tú llamabas amor.
No hubo compromisos ni promesas
pero sí un largo juego de labios
que me hizo creer que podía confiar en ti.
Días después
al enterarme de lo sucedido,
quise buscarte
y estrellarte contra el suelo.
¿Crees que me merecía aquello?
–No así–
Prometí que te ibas a arrepentir y como un niño
aquella noche rompí todos los vidrios de tu casa.
Hoy sabes que fui el autor de semejante idiotez.
Durante veintidós días y veinticuatro noches,
espié tus salidas y llegadas a casa,
tus movimientos en la escuela y cada una de las reuniones
que tuviste con tus amigas.
Todo quedó registrado en papelitos con los que tapicé una pared.
Perdí el único trabajo que tenía
y que había conseguido gracias a tu ilusión de hacerme un hombre mejor.
Yo sólo tenía 18 años, tú estabas por cumplir 26.
Me invité a tu despedida de soltera y la noche de tu majestuosa boda,
mientras avanzabas al altar, me postré afuera de la iglesia
a brindar con Dios por tu infelicidad.
Cuando saliste del brazo de tu esposo no pude contener mi llanto.
Sólo ese pordiosero al que yo apodaba El Señor, tuvo la valentía
de prestarme su hombro para que pudiera llorar .
Durante treinta días y treinta noches derramé un diluvio de agua salada
que secó mi jardín.
Fue entonces que decidí buscarte a través de tu mejor amiga
para pedirle, para pedirte
–por fin–
la ansiada explicación.
Al revelarle detalladamente lo que deseaba
ella, sabiamente, supo sanar mi alma sirviendo como canal
para cerrar el círculo que había dejado abierto con tu cuerpo.
Hoy, que han pasado los años,
–ya tengo 32 años y tú debes haber entrado a los 40–
debes saber que le debes la vida a tu mejor amiga
la misma a la que le arrebataste el amor
la noche posterior al bombardeo de tus caderas.
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