sábado, 18 de septiembre de 2010

De perritos y perrotes.

Siempre les he temido a los perros. La anterior es una fuerte declaración si considero que mi descendencia me ha instalado en su imaginario como un superhéroe invencible, capaz de luchar contra borrachines urbano-rancheros, reggetoneros wannabe y policías delincuentes. Pero no puedo negar que si un día, por alguna extraña circunstancia, me encuentro en una calle con un perro lo más seguro es que prefiera regresar mis pasos y rodear lo suficiente para alejarme de sus colmillos. No sé de dónde venga esta fobia pero desde que tengo uso de razón mi sentido arácnido me ha salvado infinidad de veces de ser atacado por esos seres que por algo fueron los preferidos por Belcebú para cuidar la entrada del infierno.
Con profundo desagrado recuerdo los momentos en que me he visto en la penosa necesidad de toparme con estos animalejos de forma irremediable. En esos recuerdos está Boby, el perro de mi tía Nico, que invariablemente al verme llegar a la casa corría como desaforado y entonces todas mis primas tenían que salir a rescatarme. También está el Yaqui, un animal que tuvo la gloria de ser aprendido por la policía de Rayón (San Luis Potosí), por haber mordido a varias autoridades que realizaban una gira de trabajo por la calle donde vivían mis abuelos y que siempre que me veía pelaba los dientotes logrando el prodigio de desviar mi camino de regreso al depósito de cerveza. Otro animal que recuerdo era el Yeti, un alaska siberiano que parecía lobo pero no por su raza sino porque cada vez que me tenía cerca lanzaba certeras mordidas para atacarme; lo anterior, después de un tiempo, logró el prodigio de convertirme en un atleta pues si tenía el infortunio de encontrármelo afuera de la casa de mis tíos lo más seguro es que me correteara intentando morderme.
Pero mi suerte con los perros cambió hace unos años cuando a casa de mis tíos llegó el Beberro, un chihuahua pequeño, nervioso y llorón que vino a modificar la vida en familia. La primera medida que mis primos tuvieron que tomar para advertir la presencia del perrito fue colocar un letrero que decía: “cuidado con el perro”, lo anterior procurando que la gente que llegara tuviera cuidado de no pisarlo; el mismo letrero sirvió para advertir a los dueños de otros perros de mayor tamaño pues era común que Beberro los atacara sin remedio, pero en estos embates se corría el riesgo de que un día alguno se lo quisiera tragar y al no poder tragarlo le provocara la muerte irremediablemente. La segunda medida que se tuvo que tomar para cuidar la integridad de este chihuahua fue ponerle un cascabel ya que por su tamaño y peso, era imposible escuchar sus pisadas y era común percatarse de su presencia hasta que lo pisábamos.
Beberro se convirtió en el centro de atención de los niños que regularmente lo confundían con un perro de juguete y a nosotros nos provocaba ser el centro de las burlas porque no es muy común ver a tres hombres paseando un animal de ese tamaño. Intentando equilibrar la situación, mi primo Arturo decidió invitar a un amigo que tenía un bóxer. El primer día que salimos a pasear a los dos perros, temimos que Hendrix se quisiera tragar a Beberro pero curiosamente ambos perros simpatizaron al grado que subíamos al chihuahua al lomo del bóxer para que éste lo paseara. Todo iba bien hasta que al llegar a un campo lleno de flores silvestres el Hendrix se soltó de la correa y comenzó a correr como loco; al principio creímos que atacaría a alguien pero grande fue nuestra sorpresa al ver que Hendrix estaba feliz arrancando flores las cuales iban a dar directamente a nuestros pies. Inmediatamente el Beberro imitó al Hendrix para burla de quienes presenciaron la bochornosa imagen.
Hendrix murió hace un tiempo sin lograr tener descendencia, un problema de disfunción eréctil le impidió consumar sus relaciones con diversas hembras que le fueron dispuestas para tal efecto. Beberro aún vive pero el destino quiere que tampoco su sangre permanezca pues odia a las hembras que le han traído para preservar su sangre y a cambio él prefiere un viejo peluche para satisfacer sus bajos instintos.
Tanto Hendrix como Beberro han aliviado un poco mi temor a los perros pero eso no quita que de pronto si encuentro un animalejo de estos por la calle yo me vea en la penosa necesidad de regresar mis pasos y sacarles la vuelta, aunque tenga que caminar más para llegar a mi destino.

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