Estimado profesor:
Es difícil no conmoverse cuando al transcurrir el tiempo uno tiene el valor de mirarse al espejo y percatarse que la vida no ha sido tan injusta, si es que es posible compararla con la existencia de otros. Escribo lo anterior con un ejemplar de la máxima obra de Mary Shelley en la mano izquierda y un montón de recuerdos galopándome en la cabeza; evocaciones que hablan de mi mala educación adolescente y del momento en que el discurso contenido en El moderno Prometeo modificó mi visión particular sobre los procesos formativos, y la sensación de concebirme como un apestado entre el montón de caníbales que representaban el resto de los adolescentes con los que me tocó departir en el aula.
Frankenstein, la criatura, era por aquel tiempo una representación del horror que debido a una broma del destino, se convirtió -años después- en un referente personal para entender cómo se desarrolla el aprendizaje en contextos no favorables para quienes ejercen la docencia. En este sentido, si la educación ha sido, es y será siempre un tema generador de discusión y controversia, la maraña que se teje en torno a ella y sus actores facilitadores me lleva a pensar en las dificultades que se topan quienes por vocación sueñan con trasformar el mundo a través de una educación que forme gente creativa, propositiva y transformadora de su contexto; una visión romántica que fácilmente se viene abajo cuando llega el momento de internarse en la jungla de ambiente escolar, cuyos flancos, impiden desarrollar ese trabajo que en teoría, todos piensan como un asunto sencillo. Es por ello que me resulta increíble que a estas alturas exista gente que se empeña en educar con “el manual bajo el brazo” pero en dirección encontrada a la realidad, con lo que sólo se obtiene la reproducción de vicios y por tanto, múltiples errores que truncan el éxito de formar integralmente.
Tras este breve razonamiento pienso en los días en que tuve la oportunidad de compartir el salón de clases con usted desde la posición de alumno. Entonces me era difícil acatar algunas reglas de convivencia básicas para lograr la armonía escolar bajo la premisa de una rebeldía que se parecía mucho a la que hoy se pretende vender a los jóvenes a través de internet. Las cosas, temo afirmarlo, no han cambiado mucho: mi problema con la autoridad sigue latente pero a diferencia de esos días hoy he logrado canalizar esa sedición en algo muy parecido a lo que era usted como docente, es decir, a ser rebelde de hecho o ni de dicho.
Es momento que sepa que gracias a usted supe de qué se trata la rebeldía y mejor aún, entendí que existen formas para desarrollarla sin tener que lastimar a los demás. Los referentes que aprendí con su ejemplo fueron motor suficiente para llevar la desobediencia a un extremo donde pueden encontrarse discursos con propuestas y oportunidades para hacer que otros reproduzcan ideas de individualidad menos egoístas.
Mencioné a Frankenstein inicialmente porque la parábola de la criatura me ayudó a entender que los procesos formadores de seres sociales siempre se encuentran determinados por aquellos que, a fuerza de vocación, se empeñan por recorrer brechas terribles. La educación no es una carrera fácil cuando desde las trincheras política y económica, además de las exigencias sociales, se decretan responsabilidades que rebasan totalmente las expectativas de la gente y es ahí donde El moderno Prometeo se convirtió en una lección de vida y texto básico en mi labor como educador y formador.
Por todo lo anterior, quiero dejar patente mi admiración por usted y de igual modo, agradecer su papel de creador de monstruos que, escrito de otra forma, se traduce en la figura de un gran educador y formador singular. Por usted y los pocos que siguen su ejemplo negándose a abordar el barco de la demagogia educativa, es que el mundo sigue poblándose de criaturas que entendemos bien el significado de la praxis no como mero discurso teórico sino como una forma de rebeldía.
En reconocimiento a ese ejercicio que lleva un largo trecho quiero expresar mi más profunda admiración por usted y por cada uno de los locos que se empeñan en formar criaturas sabedoras del valor de la realidad.
A Alfonso Sánchez González.
* Este texto se público en la sección Cartas sin destino, de Emagazine, en el mes de mayo de 2010.
Yo admiro a las personas que se dedican a la Educación, pero también detesto a aquellos profesores que no hacen ni el más mínimo detalle en dar más de lo que en su manual solicita, si se dieran cuenta que los alumnos saben apreciar a los buenos profesores, a aquellos que si saben y aparte se apasionan con su trabajo, que tienen el don de saber comunicar y que se saben explicar, de la manera mas clara y fácil; ¡si los hay! yo tuve la dicha de conocer algunos, pero son raros lamentablemente. Y solo pienso: si solo hubieran encontrado su verdadera vocación! Buen dia amigo
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