domingo, 15 de noviembre de 2009

Almudena (Palabras Malditas, diciembre de 2006)



Me resulta imposible definir qué es exactamente lo que me gusta de ella. Pueden ser sus ojos, sus labios o su cabello alborotado. Mejor aún, siento una enorme atracción por su actitud desfachatada y al mismo tiempo, despectiva; siento un encanto a la forma de observar a todos los que tienen la osadía de cruzarse en su mirada; me siento seducido por la pose que adopta cuando se lleva el cigarrillo a la boca. No me cabe la menor duda que esa condición retadora es capaz de desencadenar en mi mente, pasajes que pueden resultarme perturbadores durante noches enteras, de aquí en adelante.

     De tiempo atrás le he tomado afecto a los bares, en especial en el que me encuentro ahora, siempre con la esperanza de que un día, por esa puerta, aparezca una mujer solitaria, bella, sin prejuicios hacia la estética y que al percatarse de mi soledad, exija al mesero mi presencia en su mesa. Hasta hoy, eso sólo había sido parte de un sueño a pesar de que a diario entran decenas de mujeres hermosas e igualmente, solitarias. Y no es que las puertas de los bares les provoquen repulsión o susto a mujeres hermosas como la que tengo frente a mí, sólo que ellas también tienen sus exigencias. Seguro esperan a un hombre solitario y guapo, un adonis dispuesto a pasar por alto la falta de lipstick y maquillaje apenas entrada la madrugada.
     Reparo en que me he atorado en mis pensamientos. Miro el reloj fingiendo desesperación por la tardanza de alguien que sé, nunca llegará. Modifico la posición en la silla, pongo la espalda recta y las manos en puño, una de ellas sosteniéndome la barbilla; ha llegado el momento de parecer un hombre interesante. Ella también mira el reloj pero ni se endereza ni nada, sólo toma la botella y bebe un trago largo de cerveza mientras se da el tiempo de estudiar detenidamente al sujeto que cruza a toda prisa la puerta. Siento envidia por no poder ser él. Parece fastidiada.
     Sus pantalones ajustados me permiten saborear la exquisitez de sus caderas mientras que la blusa blanca, es un buen pretexto para soñar con lo que apenas se puede percibir de su ropa interior. Tengo la necesidad de robar esa imagen por si acaso, no lograra nada; llevarla como un souvenir y ya en casa ponerla bajo las sábanas para aliviar el espacio enorme que desde hace tiempo se encuentra dispuesto en mi cama.
     No soy del tipo de hombres que mandan recaditos con el mesero pero esta tarde si me veo obligado a hacerlo, no me detendré. Por si acaso, acerco el servilletero. Si no fuera porque confío en mis deseos, me aproximaría hasta su mesa y anteponiendo cualquier obviedad, me jugaría un minuto de su atención. Prefiero esperar, después de todo, cada minuto transcurrido es una nueva posibilidad. Tal vez si me levanto y camino detrás de ella pueda observar el nacimiento de sus senos, saborear la suavidad de su piel o simplemente confortarme con la grata visión que siempre ofrece el encaje de un brasier. Nada puedo perder. Ella saca un bolígrafo y comienza a garabatear sobre una servilleta. Mi sueño parece prosperar. Tal vez a ella si le agrade enviar invitaciones con el mesero.
     Pido una nueva cerveza mientras reviso el siguiente paso de una estrategia que no me había trazado con anterioridad. Me gustaría ser como esos ancianos de intachable moralidad, que muy a pesar de los hijos y los nietos a cuestas, aun tienen la capacidad de cargarse jovencitas dispuestas a dejarse llevar hasta un hotel para ser seducidas por el peso de una gruesa billetera.
     La chica… mi chica, se levanta. Puedo degustar sus nalguitas respingadas apenas comienza a caminar. Con un abrazo imaginario calculo la estrechez de su cintura. Podría perderla entre mis brazos durante días continuos sin parar. Los sujetos de una mesa lejana gozan su precipitada y efímera presencia. Mi chica les deja una mirada desdeñosa que no pasa desapercibida. Ella se detiene frente al teléfono, deposita unas monedas y después de unos segundos parece maldecir. Se ve tan hermosa con esa nueva actitud que mataría por estar en el lugar de aquel que está siendo insultado. Saboreo el movimiento de sus labios y me imagino besándolos primero y recorriendo todo mi cuerpo, después.
      Repentinamente azota la bocina y regresa a su lugar. Los de la mesa cercana se complacen con los movimientos de su andar. Comentan algo y se carcajean. En ese momento caigo en la cuenta que bajo mi pantalón vive una erección que a toda costa busca suavizarse. Si tan sólo fuera con ella, dentro de ella –pienso. No puedo soportarlo más, necesito acercarme un poco, hacer gala de cualquier pretexto y confesarle que me he enamorado; decirle que quiero llevarla conmigo para cobijarla con las caricias de mis manos toda la noche. Suplicarle me permita perderme entre sus piernas y deleitar a mis labios con la calidez de su piel desnuda, que supongo, debe ser exquisita.
     De repente me encuentro su mirada, puede ser que se haya dado cuenta que llevo largo rato observándola. Ha desaparecido la actitud retadora en sus ojos. Sin esperármelo, mi chica me regala una sonrisa prolongada que trato de corresponder estúpidamente.
     En un movimiento repentino para encender un cigarro, se doblega sorpresivamente la frágil tela de su blusa, que cede a la mala pasada de un botón. Me siento dichoso de estar en semejante ángulo. Alejo el servilletero. Repaso nuevamente lo que le quiero decir y hasta imagino la voz que tengo que utilizar. Me mojo los labios. Ella me observa y sonríe nuevamente. Respondo a ese gesto de la misma forma y me levanto lentamente de la silla. Alguien que pasa detrás de mi me hace trastabillar. Se disculpa y yo me arreglo. Al subir la mirada me doy cuenta que el culpable ha usurpado mi lugar. Ella lo recibe con un beso que era para mí, con un abrazo que me pertenecía y con una mirada dulce que hasta su llegada, ella me estaba dedicando sólo a mí.
       El mesero se aproxima a la pareja, intercambian algunas palabras. Sutilmente extiendo los brazos con las palmas al techo y luego me aliso el pantalón. Mi chica y su acompañante cruzan el umbral de la puerta perdiéndose entre la gente. Yo camino rumbo a la mesa vacía, sin vida y me apropio de la servilleta en la que Ella garabateaba apenas un instante atrás. Mis pasos me llevan al baño. Al entrar me miro al espejo. El mingitorio recibe la metralla de mi decepción. Escupo mi desgracia.
     Luego, regreso a la mesa como si nada.
     Disimuladamente desenvuelvo la bolita de papel y leo detenidamente el nombre que se encuentra escrito dentro de un inacabado corazón: Almudena y… Pequeña tonta, no tuvo tiempo de escribir mi nombre.
     Pido otra cerveza y espero pacientemente a que se abra la puerta. Pienso en Almudena y en lo que ha dejado escapar.
     No importa, hoy o mañana aparecerán otras mujeres dispuestas a compartir conmigo su belleza y su soledad. Mientras tanto, detrás de mí se acomoda una rubia cuyos senos captan mi mirada. Nuestras miradas se cruzan; tal vez esta sí sea mi oportunidad.

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