lunes, 23 de noviembre de 2009

Se busca al (nuevo) amor de mi vida.

Si de errores vive el hombre,
entiendo porque sigo en la tierra.

Soy un pendejo, afirmación que deseo quede asentada con letras mayúsculas en este texto para resaltar mi sentido de autocrítica. El caso es que miércoles anterior me dispuse llegar a Ciudad Universitaria en un horario en que sólo pueden hacerlo los estudiantes de la UNAM y los desempleados.
     Tras soportar el martirio que representa viajar en una combi con otras 19 personas (cuando el cupo real es para 15 humanos siempre y cuando no sean timbones como un servidor), ingresar al metro Cuatro Caminos tacleando viejecitas que transportan más bultos que un cargador de La Merced; trasbordar en metro Hidalgo con el GPS cerebral averiado; cederle mi lugar a un mocoso llorón que no dejó de hacerme preguntas pendejas hasta el metro Universidad; equivocarme de ruta, subirme a un Pumita* que me llevó a la casa de la chingada y preguntar cómo recomponer el camino poniendo cara de idiota; y lo peor, no encontrar un puesto de comida digno de mi nueva dieta, arribé al auditorio indicado por Gerardo Meneses –mi anfitrión, para la presentación de su libro La Aborrecida Escuela– con una puntualidad que los mismos ingleses envidiarían.
     Durante los siguientes cincuenta minutos sufrí más que el autor del libro pues la última versión de mi “texto presentador”, revisado y corregido a la 1:45 pasado meridiano, de ese mismo día, no se encontraba a la altura que el Dr. Meneses merecía. Estaba a punto de sentarme a revisarlo para darle un retoque final cuando hizo su arribo Alias el Hacs, un sujeto al que tenía mucho interés por escuchar ya que el Dr. Meneses, tiempo atrás, había compartido algún video de ese sujeto y en honor a la verdad, me había prendido.
     Tras las salutaciones de rigor, una generosa ensalada de verduras llegó a mis manos y con ella un par de estudiantes de la facultad que, atragantándose de papitas con salsa “valiente”, tuvieron la amabilidad de sentarse a escasos dos metros de mi languidecida flora intestinal. Minutos después, arribaron Israel Miranda, Moon(ica) Gameros y Lisa Björk. Faltaban escasos minutos para que diera inicio la presentación cuando por arte de magia sucedió lo impensable: mi teléfono fue poseído por los espíritus de gente que nunca tiene la amabilidad de llamarme, salvo cuando me dispongo a presentar un libro. Abandoné la sala con el fin de dar rienda suelta a mis neurosis y ahí me encontré con ella: el nuevo amor de mi vida.
     Reitero que soy un pendejo bien hecho y por eso, al encontrarme de frente con aquella chica de cabellos trenzados tuve que hacer de tripas corazón y fingir que el mundo seguía con su ruta normal lo cual, en mi caso, era totalmente falso porque a partir de encontrarme con su preciosa estampa todo mi sistema planetario giró en una dirección diferente. Ni siquiera pude percatarme en qué momento mi interlocutora me había mandado al carajo y mucho menos, que el teléfono seguía vibrando a la espera de que respondiera una nueva llamada. Durante los ciento siete minutos que duró mi nueva conversación pude percatarme de la hermosura de aquella chica cuyo silencio daba la impresión de una arrogancia sólo digna de ella. Regresé a la sala. En la mesa ya se encontraban Homero A. Martínez y Melchor López. Verónica Mata, cámara de video en mano, estaba lista para grabar e Israel Miranda repartía botellitas con agua. Segundos después, maldije que Israel se hubiera puesto guapo con el líquido vital, al percatarme que el nuevo amor de mi vida se acercaba al estrado para hacer una nueva repartición de la cual fui fatídicamente excluido por el simple hecho de tener una botella frente a mis narices, por lo que tuve que fumarme el dolor de que la chica pasara de largo sin siquiera voltear a verme.
      La presentación comenzó.
     Súbitamente, Meneses me hizo saber que por democrático dedazo me tocaba abrir los comentarios, responsabilidad que me hizo experimentar estertores abdominales y por consiguiente, la sensación de que el mundo había regresado a su tránsito normal.
     Por un acto reflejo de mi tradicional pendejés y sintiéndome muy verga –como si presentar poemarios fuera un trabajo que hago todos los días–, comencé a barajar las hojas de mi texto lo que tuvo como consecuencia que a la hora de la verdad, tuviera que improvisar con un monólogo de lamentable formato. Pero lo peor es que en mi improvisación se me ocurrió fijar la mirada en alguien que me inspirara, y claro, me decidí por el nuevo motor de mi vida, lo que ocasionó que se me olvidará la frase con la que daría inicio mi disertación. Afortunadamente pude enderezar el camino (ya lo había hecho un par de horas atrás cuando me equivoqué de Pumita) y todo transcurrió de forma aceptable, incluso, arrancándole algunas sonrisas a los presentes. Después de eso y, mientras el resto de la mesa charlaba y Alias el Hacs ponía el evento a tono con sus rolotototas, para mí sólo estuvo ella, la chica de la blusa ceñida, jeans ajustados y el caballo tejido en dos inquietantes trencitas que me retornaron a la escuela secundaria, de la que nunca debí salir.
     Como una burla a mi fanatismo instantáneo, en un abrir y cerrar de ojos ella desapareció de mi vista. Lamenté no haberme acercado para preguntarle su nombre y reafirmé lo que ya he dicho en tres ocasiones anteriores: soy un pendejo. Si me hubiera atrevido, estoy seguro que este texto nunca se hubiera escrito y en cambio, un cuento o una novela hubieran podido comenzar a trazar.

Se busca al nuevo amor de mi vida.
Nombre: Se desconoce.
Señas particulares: aires de inteligencia natural; silenciosa y arrogante, condición que la dignifica al estatus de semidiosa; cuerpo labrado a mano por un Dios en el que no creía hasta antes de verla.
Se le vio por única vez en la Facultad de Ciencias Políticas y Sociales. Si usted conoce su paradero y otros datos que puedan serme de utilidad, sírvase dejarme un mensajito.

* Pumita: nombre coloquial que se le otorga al Pumabús que es el transporte interno de Ciudad universitaria.
**No soy tan pendejo pues tuve la astucia de tomarle una foto que tatuará su imagen hasta el día en que pueda verla de nuevo

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